Por Gonzalo Garcés - Para LA GACETA - Buenos Aires
Para Freud, en Tótem y tabú, el acto paterno por antonomasia -la madurez en su sentido genuino- no consiste en renunciar a la propia sexualidad para dejar paso a los hijos, lo cual en definitiva es imposible (el fuego sexual sólo se extingue con la muerte), sino en ocultarla voluntariamente ahí donde se juegan los vínculos filiales. En apartar, por así decirlo, a la sexualidad de la discusión con los hijos, a fin de que esa relación esté libre de la competencia a muerte, que es la regla en las demás relaciones entre primates de sexo masculino.
En esta visión, el ángel que detiene la mano de Abraham antes de que sacrifique a Isaac trae un mandato único: en presencia de tu hijo, que no te muevan tus pasiones. En lo que concerniere a tu hijo, aunque seas un cúmulo de pulsiones sexuales, de pánico a la muerte y competencia desquiciada, compórtate como si fueras Dios. Con esta simulación abnegada, con esta ficción generosa, para Freud, empezaba la civilización.
Con igual criterio y ambiciones más modestas podríamos decir que empieza la madurez. Entonces, las cosas se complican de otra forma. Porque la madurez así entendida es un trabajo de Sísifo, un esfuerzo que no tiene fin en pos de un ideal inalcanzable. Es decir, la materia de la que está hecha la tragedia. ¿Pero dónde está la novela, la película, la serie de TV que se anime a contarla?
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Gonzalo Garcés - Novelista. Su último
libro es El miedo (Mondadori, 2012).