“¡Uy, qué macana! ¡Se quemó el transformador del edificio...!”, alertó un colega. El 23 de diciembre estuvimos más de ocho horas sin bajar teclas. Esa pausa en el trajín cotidiano nos sirvió para reencontrarnos con nuestro costado humano en el ámbito laboral. “Y si vamos a tomar algo fresco en algún bar ...”, invitó Alberto Núñez. Recogí el guante y le ofrecí mi compañía. “¡Nooo..., afuera es un infierno! Las calles son un hormiguero y los bares están repletos. Quedémonos aquí, que está fresco”, terció Luis Contreras, mientras se apantallaba con una revista. Le hicimos caso.
Cuando escribíamos en la Olivetti 80 los cortes de luz no interrumpían nuestro trabajo, comenté al pasar. Y arrancaron las chanzas.
“Che, Negra, batí la justa: aparte de la Olivetti ¿tenías
combinado y longplays? ¿te hacías
la toca? ¿Usaste
hot-pants, vaqueros
Far West y zapatillas
Boyero...? ¿Te acordás de las
ventosas, del
viso, del conjunto de
vanlon y de los
asaltos?”, me disparó Luis, que estaba desparramado en la silla con sus manos en la nuca.
-¿Quée, quéee? ¿De qué hablan, cacatúas?, terció el veinteañero Julito Marengo sin entender un ápice.
- De los
calzoncillos escopeta de tu abuelo, de
las polainas de tu tía y de la
mañanita de tu nona. ¡Si habrán tomado
esperidina, granadina y Bidú Cola! ¡Las veces que habrán hecho el matecocido en el
calentador Bram-Metal... o le habrán cambiado
la camisa a la Radiosol! Estos artículos se vendían mucho en el almacén de mis viejos, en La Trinidad, y en el de ramos generales de los Véliz, en Estación Aráoz. ¡Dale, Negra! Contá cuando despachabas
Glostora y
Recibrill,
aceite de ricino para el estreñimiento y
sellos Fucus para la gripe...”, insistió Luis.
Creo que reí a carcajadas para no llorar. Recordé la algarabía de los ferrovarios cuando cobraban el sueldo, el bullicio del carnaval, el olor tan particular del almacén, de los depósitos de mercadería. Me vi niña, joven y mujer junto a mis padres y mis hermanos... Y le di la razón a Jorge Manrique: “Cualquier tiempo pasado fue mejor”.