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Una fiera. Eso es Jimmy Butler. La principal razón por la cual LeBron James no ha podido celebrar aún y deba esperar por lo menos hasta esta noche para ver si consigue su cuarto anillo personal y le da a Los Angeles Lakers su primer título tras una década. Butler fue conmovedor el domingo pasado, en el tercer juego, cuando casi solo descontó la serie final de la NBA a 2-1, marcó 40 puntos para Miami Heat, sufrió una paliza ante moles más compactas y, aún así, volvía a levantarse para seguir chocando y ganarles a los gigantes. Hizo lo mismo el último viernes cuando volvió a descontar la serie (2-3). Todo el quinto juego fue extraordinario. Y los minutos finales fueron un dramático duelo personal entre LeBron y Butler. Parecían Foreman-Alí en Zaire, reeditando una de las batallas más célebres en la historia del boxeo mundial. LeBron anotó 40 puntos. Butler 35. Pero el Heat se llevó el triunfo y prolongó la serie.

No soy especialista de basquetbol. Por eso, me puede resultar más fácil apreciar al héroe individual antes que al rendimiento colectivo. Es lo que me pasa con Butler. Pareció también aquella batalla de Manila entre Muhammad Alí y Joe Frazier, ese último round al que ninguno de los dos podía salir, ambos sin fuerzas para levantarse de sus rincones. En un momento la TV mostró a LeBron desplomado en una silla, sin fuerzas como Alí. Segundos antes, lo mismo sucedía con Butler, que recostó medio cuerpo sobre una de las barandas, cabeza gacha, a punto de tirar la toalla. Un error de Danny Green impidió el anillo de los Lakers en la última jugada. Butler y el Heat conmovieron para forzar el sexto partido.

Green, por su error, fue objeto de burlas en las redes. Hay que comenzar a renunciar a leer tanta basura que se lee allí. La peor crueldad en las redes apunta a LeBron. No tanto por rivalidad deportiva. A LeBron lo odian porque mantiene inalterable sus críticas a Donald Trump, su postura respecto de las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Y porque su liderazgo impulsó a la postura de la NBA que, más que una Liga deportiva, parece por momentos “un movimiento social”, como definió a la selección femenina de fútbol, su capitana Megan Rapinoe. Los jugadores saltan y lanzan en medio de carteles y camisetas que dicen “Black Lives Matter” y “Vote”.

Algunos cuestionan porque creen que su deporte no tiene por qué mezclarse con la política. Y puede comprenderse la molestia, claro. Pero, en realidad, una buena mayoría se irrita no porque los jugadores se metan en política, sino porque apuntan contra Trump, su candidato. Como sea, lo que está demostrando la final es que el compromiso político de los jugadores, lejos de ser una distracción, no atenta contra la calidad del espectáculo deportivo, que sigue siendo notable. Hay quienes afirman que el activismo de los jugadores no es político, sino social, porque pide frenar la brutalidad policial contra la población negra. Es una línea muy fina. El activismo termina siendo político. Los jugadores toman partido. Es cierto, su reclamo central es que la gente vote. Pero todos sabemos que, ante todo, es un reclamo antiTrump.

¿Cómo no entenderlo si el presidente que ha dañado como nadie el liderazgo que muchos ven en Estados Unidos ha insultado una y otra vez a los deportistas que simplemente pedían justicia para los negros? La NBA, como otras Ligas, tiene mayoría de jugadores negros (74%). Jugadores que resisten el viejo cliché de limitarse a jugar porque para eso les pagan. Rechazan ser meros entretenedores mientras ciudadanos negros como ellos, pero sin voz, sufren maltrato histórico y cotidiano. Escribí hace unos días en otro artículo que, sea cual fuere el campeón, la NBA ya ganó. Muchos se preguntaron cómo decir que la NBA ganó si sus registros de TV han sufrido una caída histórica, que muchos atribuyen justamente a la politización de la Liga. Es que lo que está sucediendo es más profundo que el rating de la TV y que el propio deporte. Y no hay argumento posible cuando una persona, sea campeón deportivo o un anónimo, discute por su dignidad.

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