Redes sociales y fake news: el paraíso de los antivacunas

¿Qué tienen en común Robert De Niro, Jim Carrey, Alicia Silverstone, Novak Djokovic, Toni Braxton, Miguel Bosé, la modelo Jenny McCarthy y hasta Bill Maher, ícono del periodismo progresista estadounidense? No sólo son furibundos militantes del movimiento antivacunas; también se encargan de que el mundo se entere de lo que piensan. De Niro llegó a ofrecer 100.000 dólares a quien le demuestre que las vacunas son seguras al 100%. Ninguno está dispuesto a inmunizarse contra el coronavirus, por supuesto, y aconsejan que nadie lo haga. Porque la discusión hace rato dejó de pasar por los barbijos, las cuarentenas y hasta la existencia de la covid-19, oportunamente puesta en duda. Ahora, a todo costa, se trata de advertirle a la sociedad global que las vacunas representan la encarnación del mal. Lo que faltaba.

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Francotiradores y unidades de elite protegen un convoy que llegó a Coventry desde Birmingham, en el centro de Inglaterra. Han amenazado con hacer volar los vehículos. El objetivo es el primer cargamento de las dosis elaboradas por el laboratorio Pfizer. Al sanatorio lo cuidan soldados armados hasta los dientes. Impactados por esa locura, pero no por eso menos entusiastas, los ancianos prestan el brazo con la ilusión de dejar atrás la pesadilla. Uno de ellos se llama William Shakespeare y su presencia es una lección de justicia poética que trasciende la asociación fácil. El bueno de don Bill, que lleva 81 años escuchando los mismos chistes cada vez que muestra el documento, se tomó las cosas con calma. “La verdad es que estoy encantando -reveló después del pinchazo-. Fue un año difícil para mucha gente”. Y regresó a su casa.

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“Revoquemos las leyes de vacunación, la maldición de nuestra nación”, imploraban las pancartas desplegadas por las calles de Leicester. No sucedió la semana pasada, sino hace 150 años, cuando nació en Inglaterra el primer movimiento antivacunas del mundo. La oposición en aquel momento era contra la prevención de la viruela. Que el fenómeno sea antiguo no significa que peque de repetido, porque hoy la estrella de esta película se llama internet. En otras palabras: antivacunas hubo siempre, pero jamás habían disfrutado de una caja de resonancia libre, gratuita, desregulada y omnipresente como la red de redes. Ese espacio donde cualquiera sostiene cualquier disparate y muchísima gente le cree dio lugar a la edad de oro del fascinante y ridículo universo conspiranoico.

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Será que fue un error creer que la comunidad internacional, tan propensa a pelearse, se había puesto de acuerdo y que las vacunas representaban un consenso planetario que no se discutía. Un pacto de la Moncloa científico y sanitario que ayudó al mundo a dejar atrás pandemias y endemias de distinto tipo. Un gran salto para la humanidad, en palabras de Neil Armstrong. Pero no. Así como hay quienes afirman que la Tierra es plana mientras miran la foto satelital de nuestra gran esfera azul, están los abanderados antivacunas, un conglomerado de lo más extraño y mezclado en lo que a discursos, objetivos e ideologías se refiere. Veamos, por ejemplo, cuáles son sus tres grandes enunciados:

- Las vacunas son el súpernegocio de los laboratorios y farmacéuticas, del que están prendidos desde los Gobiernos hasta los médicos. Todos se enriquecen gracias a las inmunizaciones masivas.

- Las vacunas provocan toda clase de enfermedades, incluso la muerte, porque están hechas a base de componentes tóxicos.

- Nadie debe estar obligado a vacunarse, porque atenta contra las libertades, derechos constitucionales, etc. En el caso de los niños, nadie puede obligar a los padres a que los vacunen.

La conjunción de estos argumentos mete en la misma bolsa a grupos que, en otras circunstancias, jamás coincidirían: naturistas, libertarios, religiosos de extremo conservadurismo y youtubers que ven el filón de los videos monetizados. Todos a caballo de una pseudociencia que para la sociedad líquida es lo mismo que la Organización Mundial de la Salud, la Cruz Roja o los claustros de Harvard.

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Allá por 1998, un médico inglés llamado Andrew Wakefield publicó en la prestigiosa revista The Lancet un artículo incendiario. Sostenía que la TV (vacuna contra el sarampión y la rubéola) era causante de autismo. El escándalo provocó una caída del 80% en la tasa de vacunación contra el sarampión en Gran Bretaña. Seis años se extendió la investigación del caso, hasta que en 2004 se descubrió que Wakefield había mentido. El daño estaba hecho y hoy los antivacunas van a la batalla con el informe de Wakefield bajo el brazo. Claro: las desmentidas, las refutaciones -las fuentes de la verdad, a fin de cuentas- jamás alcanzan el impacto de la “noticia” original. Los antivacunas repiten como loros que la vacuna contra el sarampión provoca autismo y las redes sociales bendicen esa estupidez como si fuera cierta.

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Por todo eso es vital tener en cuenta que la propagación de información falaz sobre las vacunas es un problema de salud pública. Un problema gravísimo.

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The Wellcome Trust es una ONG que indaga en temas inherentes a la biomedicina. Llevó adelante una investigación en 140 países, con 140.000 personas consultadas, que le permitió establecer los niveles de confianza, efectividad e importancia que se atribuyen a la vacunación en los cinco continentes. The Wellcome Trust llegó a la misma conclusión que había expresado la OMS: la oposición a las vacunas es una de las 10 grandes amenazas a la salud que acechan a la sociedad global. El desagregado deja muy bien parada a la Argentina -como al resto de América Latina-, ya que la adhesión a las vacunas es superior al 80%. Son cifras similares a las de Australia y los países escandinavos. Los números son cambiantes en Europa y en distintas regiones de Estados Unidos, y bajan abruptamente en Asia.

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La vacuna que recibió don Bill Shakespeare es una de las norteamericanas, la de Pfizer, cuya distribución implica una serie de enredos logísticos que dificultan su masividad. No serán tantos los contratiempos, sobre todo en lo referido al almacenamiento y a la cadena de frío, en el caso de la vacuna inglesa (la de Oxford/Astrazeneca) y de la rusa (la Sputnik V), ambas en vías de administrarse a la población argentina. El caso de la Sputnik V es paradigmático desde lo ideológico, a partir de la “sovietización” impuesta en el imaginario colectivo. Los cerca de 30.000 argentinos que asistieron al Mundial de 2018 comprobaron in situ una realidad que en Rusia lleva tres décadas y es su absoluta inserción en el modelo capitalista. No era suficiente con que de esa sociedad de consumo, tan marcada como la estadounidense, la europea o la japonesa, diera cuenta la crónica noticiosa. Era cuestión, como una legión de modernos Santo Tomás, de meter el dedo en la llaga de los McDonald’s, Zara, Mercedes Benz y compañía esparcidos por ese país inconmensurable. Pasará mucho tiempo hasta que la sombra stalinista termine de desarraigarse del nudo prejuicioso que todo lo ve con forma de hoz y de martillo. Para los rusos, y mucho más para los menores de 40 años, todo eso es historia. No para el resto del mundo, que sigue desconfiando. Por ejemplo, de que un país cuya tecnología fue capaz de poner al primer hombre en el espacio, sea capaz de elaborar una vacuna contra el coronavirus.

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Entre lo ecléctico de las numerosas marchas contra el Gobierno nacional realizadas durante la pandemia hicieron pie los antivacunas, a quienes la covid-19 les sirvió para estructurarse como un movimiento. Hasta 2020, en nuestro país no pasaban de voces dispersas. Una de esas organizaciones -importada de España- es Médicos por la Verdad Argentina, presentada en un canal de Telegram con un mensaje que decía: “estamos reclutando soldados digitales para que se sumen a nuestro ejército de la verdad y la vida. Consideramos que la verdad sobre esta pandemia no está llegando a las personas”. Tampoco es que estos grupos sean de lo más homogéneos. Algunos intentan argumentar apelando a cierto raciocinio, otros deliran. Y en tren de delirar hay que ir a fondo, así que estamos prevenidos: con las vacunas nos van a implantar un microchip, que le permitirá a “alguien” (no se ponen de acuerdo si es Bill Gates o George Soros) controlarnos por control remoto.

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Aquí la comunicación no es un tema menor. Los antivacunas se pasean por los medios e inundan las redes sociales a caballo de una montaña de fake news fácilmente rebatibles por la comunidad científica. Pero es una lucha desigual en la captación de audiencias: nadie se toma el trabajo de leer un informe profesional; mientras que un tuit, un posteo en Facebook o un video de YouTube, elaborados con fuentes difusas e incomprobables, rinden mucho más desde lo colorido del lenguaje y lo impactante de las “revelaciones”. Nuevas pero poco sutiles formas de sumirnos en la ignorancia.

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