De una cumbre local al futuro incierto del Mercosur

El 9 de julio de 1991, los entonces presidentes Carlos Menem (Argentina), Luis Alberto Lacalle (Uruguay), Andrés Rodríguez (Paraguay) y Jaime Paz Zamora (Bolivia) confluyeron en Tucumán como muestra de un camino hacia la unidad latinoamericana que comenzaba a trazarse.

Eran los mandatarios de países que dejaban atrás definitivamente las dictaduras militares (en Chile había abandonado el poder Augusto Pinochet apenas un año antes) y se aventuraban en el sendero de la construcción de nuevas instituciones pannacionales.

El Tratado de Asunción que significó el nacimiento formal del Mercosur había sido firmado pocos meses antes (el 26 de marzo), sin la participación de Bolivia que se adhirió hace ahora seis años; la presencia de su mandatario en suelo tucumano era señal de invitación a sumarse al proceso.

Los antecedentes de la integración regional se remontaban al 30 de noviembre de 1985, fecha de la Declaración de Foz de Iguazú, que selló un acuerdo de integración bilateral entre Argentina y Brasil. Eran tiempos de Raúl Alfonsín y de José Sarney en el Gobierno de los respectivos países, pero con la mirada puesta en dejar la piedra basal de una era nueva

A 30 años del acto simbólico tucumano, que incluyó el encendido de la llama votiva que esta prendida en el jardín frontal de la Casa de Gobierno provincial, mudanza mediante (originalmente se la encendió en la plaza Independencia), poco queda del espíritu expresado entonces.

Para algunos habrá sido una manifestación demagógica de unidad; otros la defenderán como la única hoja de ruta posible para trascender en el contexto internacional. Todos coincidirán en que falta una visión superadora de quienes deben dirigir los destinos de cada país, dominados por la coyuntura y, en muchos casos, privilegiando las posiciones ideológicas individuales antes el declarado destino común como región.

Entonces, como ahora, existían diferencias políticas y conceptuales de los mandatarios que confluyeron en Tucumán; cierto es que esas disidencias eran menos evidentes que las actuales, pero ya estaban presentes. Lo que hace 30 años pocos podían augurar era el estado de debilidad extrema que evidencia el Mercosur en este instante, con canales de diálogo rotos.

La única forma de superar los roces era y es dándole a esa estructura inicial instituciones que le permitiese operar más allá de los intereses nacionales y de los conflictos personales entre gestores de turno.

Un ejemplo de la profundísima (en la mirada de algunos analistas, terminal) crisis que atraviesa el bloque es la última reunión entre Presidentes, en la cual las disputas quedaron evidentes con el uruguayo Luis Lacalle Pou (hijo de aquel visitante de hace tres décadas) nuevamente como ariete de cambios y aperturas pensadas para revitalizar su economía.

Si el ejemplo a seguir es la Unión Europea, las diferencias son enormes incluso con la crisis que vive el del viejo continente, con la pérdida del Reino Unido este año. Las estructuras formales del poder sirven para darle estabilidad a los planes ejecutivos.

En el Mercosur, la falta de funcionamiento de ellas (empezando por el Parlasur, al punto que nadie sabe quiénes representan a la Argentina en el cuerpo) es una señal inequívoca de que el proyecto debe reformularse o abandonarse.

Esta última opción sería la peor decisión y una afrenta a quienes pensaron un futuro mejor.

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