Rodolfo Rosales: “me hicieron una misa, porque creían que había muerto en Malvinas”

GERÓNIMO RODOLFO ROSALES la gaceta / foto de osvaldo ripoll GERÓNIMO RODOLFO ROSALES la gaceta / foto de osvaldo ripoll

Su madre lo convenció de hacer la carrera militar “para tener un buen futuro”. A los 17 años, Rodolfo Rosales ingresó a la escuela de Suboficiales Sargento Cabral, en Campo de Mayo. Al año siguiente, con 18 años recién cumplidos, recibió la noticia de que iba a la guerra de Malvinas. Llevaba un año y tres meses de estudio militar y lo designaron Cabo en Comisión. Eso implicaba tener soldados a cargo en territorio malvinense. No tuvo tiempo de avisar a su familia, que vivía en Concepción, en el sur tucumano.

-Todo fue de sopetón nomás –recuerda Rosales-; un día dijeron hoy salen a Malvinas. Suban, agarren los equipos que nos vamos.

El 7 de abril de 1982 partió al Regimiento de Infantería 8 de Comodoro Rivadavia. Viajaron en un avión de Aerolíneas Argentinas sin asientos. Aquel vuelo llevaba soldados, alimentos y municiones. Estuvieron cuatro días en Chubut y luego siguieron en otro avión a Puerto Argentino, en las Islas Malvinas. Después en helicóptero desde Puerto Argentino hacia Puerto Darwin y, al día siguiente, también en helicóptero desde Puerto Darwin hasta Bahía Fox, que los argentinos le llamaban Bahía Zorro. Todo ese trayecto duró seis días. Había entusiasmo y euforia entre los soldados argentinos. Todavía no había llegado la flota inglesa. Una semana después, el suboficial principal Ricardo Acosta, de Tafí Viejo, envió una carta a Tucumán y, en ese momento, Rosales aprovechó para decirle que, por favor, también le avisara a su familia de Concepción, que ya estaba en las Islas Malvinas.

-Mi familia no sabía nada de mí; lo mismo pasó a la vuelta. En Concepción me habían hecho hasta una misa, porque creían que estaba muerto.

Cuando terminó la guerra, el Cabo Rosales quedó un mes entero como prisionero de guerra en las Islas. Su madre, Luz del Valle Romano, era una de las pocas personas que mantenía esperanzas de hallar a su hijo. El 16 de julio de 1982, Rosales dejó las Malvinas, subió a un buque inglés hacia Puerto Madryn; luego siguió viaje a Comodoro Rivadavia. En total viajaban 23 soldados y tres suboficiales argentinos, eran los últimos prisioneros de guerra que regresaban a la Argentina. Al llegar al regimiento 8 de Chubut esperó una semana más, en aislamiento y observación, hasta que le dieron los pasajes para volar a Buenos Aires y luego seguir viaje hasta Tucumán. "Los ingleses nos trataban bien", recuerda hoy en día 40 años después. "Durante ese mes, como prisioneros de guerra, a los fumadores les convidaban cigarrillos y algunos tragos de brandy", agrega. En aquel tiempo, en su casa de Concepción no había teléfono fijo. Para comunicarse debía llamar a una vecina (la señora “Gringa”, esposa de Martínez). La mujer recibía la llamada, luego iba hasta la casa de la familia Rosales y avisaba que había una llamada. Pero el Cabo Rosales no tenía anotado el número de su vecina. A mediados de julio, más de un mes después de finalizada la guerra, al llegar a Buenos Aires debía esperar varias horas hasta subir al siguiente vuelo hacia Tucumán. En ese momento decidió que una buena idea era ir hasta la estación de Once (una zona del barrio de Balvanera), donde vivía su tío Juan Carlos Romano. Era él quien iba a Campo de Mayo una vez por semana para averiguar sobre su sobrino, pero no tenía respuestas. También había empezado a pensar que estaba muerto. Rosales tocó el portero del séptimo piso.

- Hola tío, soy Rodolfo.

-¿Rodolfo?

"Mi tío me abrazaba y lloraba -rememora Rodolfo-; yo estaba emocionado, pero no tenía idea de que me habían dado por muerto. Ni siquiera me imaginaba eso; pensaba que mi familia estaba avisada de mi situación”, detalla.

El tío tenía el número de la vecina de Concepción y llamó a Tucumán. Así fue que después de tres meses de haber partido a las Islas, en el sur tucumano recibieron la noticia.

-Hola Gringa, le puede avisar a la señora de Rosales que Rodolfo está aquí en mi departamento, alcanzó a decir Juan Carlos Romano, pero no tuvo respuesta, porque la vecina dejó el teléfono colgado y salió como un disparo hacia la casa de doña Luz del Valle Romano.

- Hola Mamá. Estoy bien Mamá. Esta noche, después de las once, llego a Tucumán.

-Hijo… ¿estás entero?, le preguntaba entre lágrimas.

El viejo aeropuerto de Tucumán estaba más cerca del centro, donde hoy en día está la terminal de ómnibus. Los familiares y amigos esperaban en el hall de acceso. Se había organizado una caravana desde Concepción.

-Dios te bendiga, hijo mío, yo sabía que ibas a volver- fue lo primero que le dijo doña Luz al abrazarlo en el aeropuerto.

Sin abastecimiento

La flota inglesa llegó el primer día de mayo, cuando empezaron a bombardear toda la noche. En esos días, las tropas argentinas empezaban a sufrir la falta de provisiones. Se había cerrado el espacio aéreo y no llegaban los alimentos. “Ahí se nos vino la noche –rememora Rosales-. Desde esa noche y hasta el final de la guerra estuvimos sin abastecimiento. Nosotros desayunábamos un poco de caldo de cordero, a la mañana, era como una sopa. El almuerzo era un poco de caldo con un puchero de oveja, que no tenía carne y eso era almuerzo y cena, porque no había nada más para el resto del día”, detalla.

El Cabo Rosales tenía a su cargo los soldados. Llegó como operador de radar. Conseguían agua para tomar, pero no había posibilidades de ducharse. Estaban a la intemperie con temperaturas de 12 grados bajo cero. El radar emitía un sonido particular para cada cuerpo en movimiento. Un ser humano emitía un sonido. Los bancos de algas, otro sonido. Un helicóptero, otro; si se acercaban buzos tácticos, otro sonido y Rosales debía identificarlo y alertar a la tropa argentina.

“Esos días de radar han sido tremendos de hambre, porque no podíamos salir del pozo de zorro -detalla-. Lo que nos llegaba era lo que comíamos; en cambio cuando uno estaba en la primera línea siempre se conseguía algo más para comer y hasta cigarrillos, porque se salía de patrulla para ver las posiciones, y como había hambre matábamos una oveja, porque el hambre era por demás, no se podía aguantar”.

Rosales muestra el pantalón que terminó de coser él en Malvinas. Rosales muestra el pantalón que terminó de coser él en Malvinas.

Uno de los soldados más recordados de aquellos tiempos fue Ledesma, un joven cordobés de 19 años, que sabía faenar las ovejas. Como no tenían cuchillos con buen filo, el cordobés era capaz de cortar la carne con una hoja de afeitar. “Ledesma sabía cuerear y todas esas cosas –recuerda Rosales-. La dividíamos en varias partes a la oveja y la poníamos dentro de una manta para dormir. Entonces Ledesma pasaba pozo por pozo tirando un pedazo de oveja para cada una uno”.

Después, en cada una de las posiciones debían hacer fuego para cocinar esa carne. Aprendieron a resolver en medio de la nada y se acostumbraron a esa nueva realidad. Dentro del pozo de zorro, como le llamaban a los controladores de radares, cavaban un hueco que funcionaba como cocina. Lo encendían con una mecha de pólvora y una turba de material vegetal que servía para hacer fuego. “A las seis de la tarde ya era de noche –explica Rosales-. Las madrugadas eran heladas. El poncho de plástico se congelaba en un rato. Era puro hielo”.

Estaba prohibido matar ovejas. Las tropas argentinas tenían la orden de no acercarse a los animales de los kelpers. Había ovejas, algunas vacas y unos cuantos terneros. “Me comí 10 días de arresto por matar una oveja -admite Rosales-. Teníamos que aguantar, en teoría, con lo que nos daban ellos”.

Esos días de arresto ocurrieron en mayo, cuando la guerra estaba avanzada, los ingleses habían atacado varios días y los argentinos respondían. Lo más paradójico fue que el Cabo Rosales fue sacado de la primera línea de defensa para cumplir el castigo en el pueblo. Cuando estaba en la primera línea de defensa dormía en un pozo de zorro, junto al radar. Pero al ser llevado en arresto por haber matado una oveja, lo trasladaron al pueblo a dormir en una casa, en el primer piso. “Había calefacción, tenía agua caliente y estaba el cabo cocinero. Fueron como unas vacaciones”, agrega sonriente.

Por darle de comer a los soldados con la ayuda del cordobés Ledesma, que sabía faenar, Rosales recibió un castigo, que parecía un premio. “A un compañero mío le salvamos la vida, porque Paulino Guanuco, que era un soldado jujeño, estaba que se moría de la debilidad. Había perdido mucho peso. Es más –dice Rosales-, cuando volvió de Malvinas estuvo seis meses internado porque estaba muy débil. Yo lo veía mal que no podamos matar una oveja para comer; pero lo hacía igual y me comí el castigo. No me importó: yo prefería darle de comer a los soldados. También llegamos a matar un ternero que alcanzó para darle de comer a unas 15 posiciones”.

Rodolfo Rosales: “me hicieron una misa, porque creían que había muerto en Malvinas”

Toda la faena comenzó cuando los soldados argentinos mataron varias avutardas, un ave de cuello largo muy parecida al pato. “De la pechuga salían cuatro bifes grandes de carne roja –recuerda-. Son ariscas, entonces había que dispararles como a cien metros. Después me daba cuenta que no teníamos que tirarle así nomás, porque si le pegábamos en la pechuga se desperdiciaba la carne, porque las patas eran una piedra, imposible de comer. Entonces le teníamos que tirar a la cabeza. Pero una avutarda era poco, alcanzaba para uno o dos soldados; no era suficiente para todas las posiciones”.

El regreso

Al volver desde Comodoro Rivadavia cargó dos bolsos con ropa de civil, el uniforme y algunos enseres que había usado en las Islas. Por la ansiedad, uno de los bolsos lo dejó en un banco del aeropuerto de Comodoro Rivadavia y subió al avión con uno solo para moverse más rápido y cómodo. “Suerte que el que he traído tenía mi uniforme que usé en Malvinas. No sé si lo quiere ver, pregunta.

El tema de los pasajes estaba resuelto por el Ejército. “Se llama PPS, lo que daba el Ejército y con eso iba al mostrador y lo cambiaba por un pasaje de avión. Era gratis”. Al volver a Concepción, era ya de madrugada, pero en la casa había tíos, primos y otros amigos que esperaban al Cabo Rosales. Su padre había muerto dos años antes de la guerra de Malvinas. En la casa lo esperaban también sus cuatro hermanas mujeres. “Era un llanterío; había comidas y estaban mis amigos, era una fiesta. Esa noche nadie durmió. Todos querían que les cuente sobre Malvinas”.

Lo más difícil para muchos veteranos de guerra fue hablar de Malvinas. El trauma posguerra quedó en los recuerdos de muchos argentinos como un tatuaje en la memoria. “Ha sido una costumbre para todos los veteranos de no hablar del tema de Malvinas –admite-, por muchos años, yo recién empecé a hablar de Malvinas en 2004. Era tremendo el trauma, por eso no les contaba nada sobre la guerra y siempre me sacaban en cara que no contaba. Muchos años después nos han empezado a entender, porque ese fue un grave problema del veterano de guerra. La familia ha visto que uno ha vuelto y ya está, pero nadie se encargaba de la parte psicológica. El Estado nos ha abandonado, y la familia se ha conformado con que vuelva y después dicen: ‘el veterano es problemático’, pero no saben que es una secuela de la guerra”.

Rosales dice que sobre las secuelas que le dejó Malvinas puede dar testimonio su familia. “Sin duda que yo he tenido intentos de suicidio, he tenido trabajos muy buenos y los he dejado, no podía estar mucho tiempo en un solo lugar, en un mismo trabajo, este es mi segundo matrimonio. Es una característica de los veteranos como que no aguantábamos, no sé. El problema del estrés postraumático que lo tenemos todos”.

-¿Hoy en día se va apaciguando ese trauma?

-Con medicamentos sí, porque se pone cada vez peor.

-¿Hay noches que pierde el sueño recordando la guerra?

-No exactamente recordando, pero vienen pesadillas, por ejemplo, donde hay mucha sangre, cortadas con cuchillo, o tiros, o cosas así, digamos entreveros, y una ansiedad tremenda, inclusive son ataques de pánico que a uno le falta el aire y no puede respirar. Eso me pasaba, pero ahora gracias a dios, con unas pastillas que me dio el psiquiatra por lo menos por ahora ando bien.

Rosales tiene 58 años. Su esposa Ana María Abdala va y viene en la cocina. Acaba de traer a su hija menor de la escuela. En silencio prepara café, mientras Rosales rememora los tiempos de la guerra. Para consultar al psiquiatra pasó un largo tiempo. No lo recuerda con exactitud y aprovecha para preguntarle a ella.

-Gorda… ¿hace cuántos años que he ido al psiquiatra?, le consulta.

-Tres años, responde la mujer, mientras endulza el café.

-Tres años -repite Rosales-, pero mientras tanto lo aguantábamos como nos ayudaba Dios.

La proveeduría

Uno de los soldados más recordados por Rosales era “El Ciego” Andrada, que tenía el típico humor cordobés. También menciona al soldado Mestre, porque era pariente del cantante Nito Mestre. “Eran muy solidarios. Estábamos pasándola muy mal con la falta de alimentos en plena guerra –detalla-. Ellos me hablan y me dicen “cabo, usted disculpe, pero vamos a robar la proveeduría, no damos más de hambre’. Entonces yo hablé con Quiroga que iba a estar de guardia a la noche –recuerda en detalle- en ese sector. No era que solo los soldados pasaban hambre, todos pasábamos hambre, menos los oficiales, porque ellos estaban mejor y los suboficiales superiores. Por ejemplo, el jefe de compañía se levantaba a las 10 de la mañana, cuando amanecía, bajaba a la casa que tenía él y ahí comía, se higienizaba, se afeitaba y a la noche bajaba al pozo; en cambio el resto estábamos todo el día y toda la noche en el pozo. Como a la una de la mañana, empieza un tiroteo, pa pa pa papapa pa, ‘buzo táctico’ gritaba Quiroga y todo el regimiento se levantó, salieron y la zona quedó libre; en ese momento, entraron cuatro soldados a la proveeduría y sacaron leche, chocolate y hasta cerveza. Por eso digo la solidaridad de los subalternos, que durante varios días compartieron leche con chocolate con toda la tropa. O sea, lo poco o mucho que había lo compartíamos. Es que era alevoso lo que nos daban de comer en la última etapa de la guerra. Era porquería, era nada”, afirma.

Rodolfo Rosales: “me hicieron una misa, porque creían que había muerto en Malvinas”

Cuando ya estaba en Tucumán, con su familia y amigos, varios meses después de terminada la guerra, lo llevaban a cumplir las promesas. “Me tenían de aquí para allá –recuerda-, me llevaban a la virgen de Catamarca, de un lado del otro, un día les dije: ustedes han hecho las promesas, déjenme descansar”.

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