Con la lamentable muerte de Silvina Luna, directamente relacionada con los daños a su salud que le dejó una mala praxis médica, han reflotado los debates acerca de las cirugías estéticas y demás intervenciones, cada vez más comunes, orientadas a cambiar el aspecto físico: los rasgos de la cara, las proporciones del cuerpo, la apariencia de la piel. Todo un tema para pensar. Porque esta rama de la medicina sin duda ha tenido y tiene un efecto más que positivo en la vida de muchísimas personas: víctimas de accidentes, de quemaduras o el caso de mujeres mastectomizadas, por poner algunos ejemplos extremos. También entre quienes sentían un gran complejo por cierta característica de nacimiento. Un clásico: la cirugía de nariz, sobre todo entre las mujeres.
Pero es evidente que este asunto ha ido corriendo sus límites, lenta y progresivamente. Entre que “lo perfecto es enemigo de lo bueno”, como lo atestiguan tantos rostros que han ido deformándose por los sucesivos retoques, perdiendo armonía, volviendo casi irreconocible el original; y, lo que es muchísimo peor, los otros casos, los graves, los que terminan comprometiendo la salud y hasta la vida. Malas praxis, a veces. O también -hay que decirlo- producto de los riesgos de toda cirugía. Muy infrecuentes, sin duda, pero innegables al mismo tiempo.
¿Libres?
Jane Fonda confesó una vez que, a partir de cierta edad, cuando pasaba por una vidriera y veía su imagen, pensaba “¿quién es esa?”. Como si su aspecto no estuviera reflejando lo bien que interiormente se sentía. Entonces decidió someterse a algunas cirugías para hacer coincidir lo externo con lo interno. ¿Y quién no diría que está espléndida a sus 85 años?
Es cierto que somos libres de hacer todos los cambios que queramos para sentirnos mejor con nosotros mismos. Pero, ¿somos realmente libres? En la misma entrevista, Fonda dijo que, de no ser actriz, probablemente no se hubiera operado, pero que quería volver al “business”, luego de una retirada de 15 años. Y agregó: “Crecí con la idea de que para ser querida tenías que ser perfecta y, aunque he superado eso en un 85%, todavía me preocupa mucho cómo me veo”. Hablaba de los mandatos en relación a la belleza, que todavía gravitan hondo en nuestra cultura, no importa cuánto se insista en la “deconstrucción” de los mismos y en mostrar la diversidad de los cuerpos.
Un único modelo
Se habla de “belleza hegemónica” para designar la idea, tomada como verdad, de que lo bello, lo deseable y lo valioso en relación a los cuerpos responde a un único modelo. Así, todo aquel que no encaje con ese ideal o no parezca querer acercarse a él es juzgado y condenado. Por eso es que, frente a los mandatos de belleza hegemónica, salvo que estemos muy despiertas, nos sentimos siempre un poco presionadas a adecuarnos y encajar. El mensaje es doble: demarca qué es deseable y qué no. Aunque estos parámetros sean arbitrarios, resulte casi imposible alcanzarlos y tengan poco que ver con los cuerpos reales… ¡Una locura!
En el caso de la belleza femenina -y la supuesta perfección- este ideal impuesto la asocia con la juventud, por empezar. Y con la delgadez, claro. También con los pechos firmes, la cintura estrecha, el vientre plano, la cola parada. Sin duda es un modelo gordofóbico: desde este paradigma gordura equivale a fealdad. Gordo -lo mismo que viejo- es una categoría asociada a lo negativo, lo desechable, lo indeseable en términos sociales. Y lo poco saludable, por supuesto.
A estas exigencias socioculturales, que se transmiten desde muchos discursos y están súper instaladas, no nos las vamos a sacar de encima tan fácil. Pero sí podemos empezar por estar atentas/os a la forma en que nos expresamos, en qué ponemos nuestra atención, cómo nos hablamos a nosotras mismas, qué material consumimos… antes de que siga siendo demasiado tarde.