A 50 años de uno de los goles más tristes

La impecable reedición de Terrorismo de estadio, de la periodista chilena Pascale Bonnefoy Miralles, nos adentra en uno de los hechos más dolorosos que vincula al deporte con la muerte. La FIFA permitió un absurdo para la clasificación al Mundial 74. La selección chilena jugó un partido sin equipo rival, en el lúgubre Estadio Nacional.

A 50 años de uno de los goles más tristes
26 Noviembre 2023

Por Alejandro Duchini

PARA LA GACETA - BUENOS AIRES

Podría ser un relato de ficción pero lo que sigue es real. Sucedió hace 50 años: el 21 de noviembre de 1973. Ese día, la Selección de fútbol de Chile jugó lo que hoy se conoce como El partido fantasma o El partido de la vergüenza. La historia es más o menos así: Chile y la URSS jugaban el repechaje para clasificar al Mundial de Alemania ‘74. En el partido de ida, jugado en el estadio Lenin de Moscú el 26 de septiembre, empataron 0 a 0. El encuentro de vuelta debía jugarse en el Estadio Nacional el 21 de noviembre. Antes de ir a la revancha, hagamos un paréntesis para situarnos en aquel mundo. Las fuerzas armadas chilenas habían tomado el poder en la figura del dictador Augusto Pinochet el 11 de septiembre tras derrocar al democrático y electo Salvador Allende, de quien sabemos que salió muerto del Palacio de la Moneda. Chile se sumaba a las dictaduras latinoamericanas, avaladas por los Estados Unidos. El anticomunismo a pleno. Y los rusos eran eso: comunistas. Así que la pica venía por todos lados y un partido de fútbol en ese contexto era la frutilla del postre.

Ahora sí, volvamos a la revancha, a jugarse en el Estadio Nacional Julio Martínez Prádanos, que funcionaba como campo de concentración y de detención desde que se instauró la dictadura. Allí los militares torturaban, mataban y violaban. Así que los rusos pidieron que se juegue en un país neutral. Otra posibilidad era que se juegue en Viña del Mar, pero la FIFA y los mismos directivos chilenos se opusieron. Los rusos decidieron no jugar y en consecuencia Chile se clasificó al Mundial.

La FIFA permitió el absurdo. Chile salió al campo de juego sin rival. Con un gol alcanzaba para clasificar. Lo hizo Francisco ‘Chamaco’ Valdés, figura del seleccionado. Había cerca de 15.000 espectadores sobre una capacidad de 80.000. Vean los videos: los chilenos avanzan, tocan y hacen el gol ante un arco vacío. Minutos después, esos mismos jugadores disputaron un encuentro amistoso ante el Santos, de Brasil, que se impuso por 5 a 0. A todo esto, los detenidos habían sido desalojados el 9 de noviembre.

Hasta ahí, lo que se puede encontrar en Google. Pero hay mucha información que se encuentra en un librazo que se llama Terrorismo de estadio - Prisioneros de guerra en un campo de deportes y que acaba de reeditar la editorial chilena Liberalia ediciones. Trata con detalles qué ocurrió en el Estadio Nacional de Chile en esos dos meses en los que funcionó como escenario de muerte. La autora es la experimentada periodista chilena Pascale Bonnefoy Miralles. La primera publicación del libro es de 2005. Ahora se actualiza con otros testimonios y más información, oficial y de la realidad.

Recién en las últimas páginas Miralles cuenta sobre el partido, porque lo importante es el escenario y no el juego en sí. Lo hace detalladamente. Miralles nombra a cada uno de los funcionarios y dirigentes que participaron para que se juegue ese bochorno.

“El 23 de octubre -cuenta Miralles- llegaron a Santiago el secretario general de la FIFA, Helmut Kaeser, y el vicepresidente, el brasileño Abilio D’Almeida, quien serviría como inspector del partido”. Para ellos, estaba todo en orden, el problema eran las campañas de prensa que se inventaban desde Europa. Y otro de los vice de la FIFA, el chileno José Goñi, agregó: “Si hay detenidos (en el Estadio Nacional) es por respeto a ellos mismos, porque se considera que no deben ser mezclados con delincuentes en las cárceles. De esto se informó oportunamente a la FIFA”. De modo que los detenidos debían agradecer a sus torturadores que estuviesen allí y no en cárceles comunes. Así que los directivos ingresaron a la cancha y observaron que todo estuviese bien. Con un detalle: no les dieron importancia a los pocos detenidos que aún quedaban en las tribunas. Al fin de cuentas, el informe de los delegados de la FIFA determinó “el magnífico estado de conservación” del césped. Literalmente quedaron “impresionados con el césped y también por el mantenimiento de las graderías”. Y algo más: para la FIFA “no hay prisioneros; son detenidos que hay que verificar su identidad”.

El 26 de octubre la FIFA dio el OK y el 21 de noviembre había que jugar el partido. Así las cosas, no se podía desaprovechar la fiesta de la clasificación nada menos que a un Mundial. Pintaron el estadio para que no queden vestigios de su uso asesino. Tres semanas antes del partido, trasladaron a los detenidos. El capitán del seleccionado, Francisco Valdés, hizo valer su peso y llevó adelante las gestiones para que liberen a su ex colega Hugo Lepe. Un coronel le dio una credencial para que lo busque por los distintos campos de detenidos. Lo encontró en el Estadio Nacional. El día del partido, Lepe estaría entre los espectadores.

Carlos Caszely, emblema como futbolista y como luchador en favor de los derechos humanos (su madre, Olga Garrido, estuvo entre los secuestrados y vejados en la dictadura) diría que aquel gol de Valdés fue el más estúpido que vio en su vida. Para el diario El Mercurio fue “El gol del honor”.

Lo que se conoce -y que amplía Miralles- es que por el Estadio Nacional “pasaron miles de hombres, mujeres, menores de edad y ancianos, chilenos y extranjeros, incomunicados sin ninguna acusación formal (...) Ejecutados, desaparecidos y sobrevivientes. Torturados, adoloridos, hambrientos, heridos de cuerpo y alma. Todos sufrieron una violencia y denigración constante, arbitraria y cruel, desde el trato cotidiano hasta las salas de tortura. En todos ellos se anidaría para siempre el dolor, al igual que la profunda solidaridad que nace de situaciones extremas”. Los asesinos dicen que fueron 9.000 los detenidos en ese lugar. Los realistas creen que no bajaron de los 20.000. Cuando vaciaron el estadio, se perdió parte de los archivos, que tampoco totalizaban los casos.

Casos que Miralles cuenta con precisión a través de testigos. Como el de un detenido que recuerda que al entrar en uno de los túneles de salida de los jugadores vio que “una mujer desnuda colgaba de las muñecas, desmayada, y con evidentes huellas de haber sido torturada”. Cada detenido quedaba calificado. S (sospechoso), P (peligroso), LC (libertad condicional) y AD (antecedentes delictuales).

Al Nacional, se recuerda en el libro, se le sumaron como escenarios de tortura el velódromo y el Estadio Chile (hasta mediados del 74), cerrado y con capacidad para 5.000 personas. Hoy se llama Víctor Jara, en honor al cantante al que torturaron y mataron allí. Y desfilan nombres, como el del teniente Edwin Dimter Bianchi, tan violento que los prisioneros lo conocían como “Príncipe del Estadio Chile”.

O El encapuchado del Estadio Nacional, quien se paseaba por las instalaciones mientras reconocía a sus ex compañeros y militantes de izquierda. Luego se supo que aquel delator era el socialista Juan René Muñoz Alarcón. Nadie que haya estado ahí olvidará el pavor que generaba su aparición en los pasillos, de sorpresa y a cualquier hora. Lo escoltaban uniformados mientras avanzaba y miraba los rostros de los detenidos que ya estaban puestos en fila, a la espera de su decisión. A los elegidos le seguían los interrogatorios y tortura. En el 77, Muñoz Alarcón se arrepintió y contó lo que hizo ante un organismo de derechos humanos. Poco después, su cuerpo sin vida fue encontrado con heridas de arma blanca.

Otro personaje era el capellán militar del Anexo Cárcel Capuchinos, el polaco Juan Skowrowek, quien convocaba a los detenidos a rezar por Pinochet y la Junta Militar. “Hablen para que no les peguen tanto. Cuenten, para qué se van a quedar calladas. Miren cómo están”, les decía a las detenidas. “Padrecito, traiga las hostias porque tenemos hambre”, le suplicaban ellas. Quienes recuerdan aquello, también recuerdan que se iba sin decir nada. Y sin dejar las hostias.

Olor a miedo, Muerte sin rastro o Morir en vida son apenas algunos de los subtítulos que se leen en las 443 páginas de Terrorismo de estadio. Que en realidad no sólo se leen. Se sufren. Y sirven para no olvidar.

© LA GACETA

Alejandro Duchini – Periodista. Su último libro es Mi Diego.

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