El próximo martes hay elecciones nacionales en los Estados Unidos, algo relacionado con varios puntos de la política y la economía de Argentina. Pero probablemente las mayores discusiones provendrán, según las proyecciones de resultados, de que el presidente se elige por colegio electoral.
Los ciudadanos no votarán por Donald Trump o Kamala Harris sino por personas (electores) que prometen votar por alguno de ellos. El sistema rige desde 1787 en EEUU y en Argentina lo hizo entre 1853 y 1994, con las excepciones de 1952 y 1973. ¿Por qué? En parte, por desconfianza de los diseñadores institucionales sobre la capacidad de elección de la mayoría de los ciudadanos. Como mejor de los casos los electores amortiguarían las pasiones populares acordando un liderazgo adecuado; como peor, “corregirían” la ignorancia de los votantes. Pero hay más. Al menos en EEUU el colegio electoral defiende el federalismo.
Ese órgano se conforma con tantos electores por estado como la suma de senadores y representantes (diputados) que le correspondan. Como los representantes se asignan a cada estado según su población pero los senadores son dos por estado las diferencias de influencia por peso demográfico se reducen.
No termina ahí. En 48 estados y en el distrito de Columbia la lista más votada se queda con todos los electores. Sólo en Maine y Nebraska el reparto sigue los resultados de los distritos legislativos, no según el total (el federalismo estadounidense implica que cada estado dicta su propia ley electoral, incluyendo mecánica de votación y reparto de escaños). Una consecuencia de la extensión de que “quien gana se lleva todo” es la posibilidad (George W. Bush en 2000 y Donald Trump en 2016 son los ejemplos recientes) de que el más votado por los ciudadanos no resulte ganador en el colegio electoral. Pero se estaría midiendo mal. El “voto popular” no cuenta de esa manera.
Los ciudadanos no votan por un presidente sino por la posición que tendrá su estado y los estados son los que eligen presidente. Eso no es democracia, dicen los críticos (sobre todo cuando los republicanos llegan de esa manera a la Casa Blanca). En realidad es federalismo activado democráticamente, donde los estados más poblados siguen siendo los más importantes pero el método achica las diferencias. En el año 2000, por ejemplo, las listas republicanas obtuvieron 50,46 millones de votos y las demócratas 51 millones, pero los republicanos ganaron en 30 estados y los demócratas sólo en 20 más el distrito de Columbia. Los votos demócratas se concentraron en estados grandes mientras que los votos republicanos ganaron medianos y pequeños, que sumados alcanzaron más electores.
Es una cuestión de idea de legitimidad. Cada sistema, indirecto o directo, tiene pros y contras. Si prevalece el sentido federal se acepta que no rija lo de “un hombre, un voto”, porque los votantes de estados pequeños pesarán proporcionalmente más que los de los más poblados. Si se pretende que no importa dónde se viva y sí el peso individual debe aceptarse la elección directa (o un colegio con electores estrictamente proporcionales a la población de los estados y asignación proporcional de lugares).
No es la única diferencia entre Argentina y EEUU en cuanto federalismo. Otra, que al oficialismo le gustaría achicar, atañe a la llamada legislación de fondo. Por ejemplo, los códigos civil, comercial, penal, laboral o ley de quiebras. En el artículo 75 de la Constitución argentina se enumeran las atribuciones del Congreso de la Nación y en el 126 todas aquellas prohibidas a las provincias. En EEUU las atribuciones estaduales son mucho mayores.
El diseño estadounidense facilita el “voto con los pies”, cuando en vez de elegir gobernantes en las urnas el ciudadano marcha a vivir donde haya autoridades que hagan las cosas mejor según su evaluación. Tal migración tiene impactos tanto en la zona de origen como en la de recepción, por ejemplo en el número de contribuyentes y demandantes de mano de obra así como de necesitados de asistencia estatal. Cuando la migración es por muy malos gobiernos y en suficiente cantidad, el efecto negativo sobre la economía expulsiva lleva a la pérdida de votos del mal gobernante. A la larga, el voto económico se convierte en voto político.
Para que eso funcione debe haber herramientas que permitan diferenciarse entre gobiernos, entre ellas el marco legal. En Argentina no ocurre porque la legislación básica es única (Tucumán no puede competir con San Luis ofreciendo mejores leyes penales o laborales), por lo que el abanico de políticas para distinguirse existe pero es menor que en EEUU. Si a eso se le suma que la ley de coparticipación federal de impuestos ayuda a la supervivencia de los malos gobernantes provinciales, la presencia de pocos incentivos para la evolución ayuda a entender el atraso de varias provincias.
Por cierto, la unificación de los códigos básicos tenía su sentido. En el siglo XIX, cuando se estaba construyendo el país, la unidad legal era también un incentivo a la inversión extranjera. Puede pensarse en cómo se veía Argentina desde el exterior: un enorme desierto en el fin del mundo, sin infraestructura, con la mayoría de sus pocos habitantes analfabeta, recién salida de 40 años de guerra, con un gobierno nacional nobel que apenas estaba construyendo sus instrumentos de poder. ¿Y encima habría que averiguar sobre catorce (las provincias de entonces) marcos legales esenciales, probablemente contradictorios, algunos útiles para los negocios y otros no, y además negociar con quince gobiernos para realizar inversiones?
En Argentina la elección directa de presidente aumenta el poder del Gran Buenos Aires pero los tres senadores por provincia y el piso de cinco diputados el de los distritos pequeños, que usan su peso para influir en la legislación centralizada, incluyendo la coparticipación, no para competir por inversiones sino para seguir atrasados. No se trata de copiar sino de advertir: el marco aplicado (no todo el aplicable) es incoherente con el desarrollo.