
Por Eduardo Rothe
Dicen los que saben, aludo aquí a Roberto Gargarella, que la irrupción, no sólo en Argentina, de liderazgos carismáticos con robustas credenciales plebiscitarias es la exteriorización irrefutable de una “crisis estructural de la representación”. La explicación es fácilmente comprensible: los liderazgos populistas están construidos sobre la sólida base de que “la gente descree (con razón) de su representantes, con quienes no se identifica”.
Explica, que el diseño institucional del constitucionalismo clásico, concebido para el gobierno de sociedades pequeñas y divididas en unos pocos grupos internamente homogéneos, se encuentra fatalmente agotado, como consecuencia de que “vivimos hoy en sociedades multiculturales, diversas y plurales, compuestas por infinidad de grupos, que además tienen una composición heterogénea, y en donde la propia identidad de cada individuo se abre en muchas facetas diversas”.
Pero si la solución de tan grave problema es en extremo difícil, hay una cosa que resulta, según este pensador, indudable: vista la causa de la crisis de representación, ella no se resuelve por los mecanismos tradicionales, esto es, más representantes, más elecciones (como si la democracia se agotara en el momento de las elecciones, y el “mandato” que otorgan los ciudadanos a sus representantes fuera “estable”, pudiendo extenderse en el tiempo posterior a esas elecciones, sin problemas).
Surge así la necesidad de, al menos, flexibilizar (o eliminar progresivamente, mejor), ese canon que prescribe que “el pueblo no gobierna ni delibera, sino por medio de sus representantes”, incorporando herramientas de gobernanza pública que permitan el mayor grado posible de participación directa y en tiempo real de los ciudadanos.
Sin pensar, por ejemplo, en la utopía, lejana pero no imposible, de una “democracia líquida” (deliberación y votación mediante plataformas virtuales en forma directa, permitiendo la delegación transitoria y revocable del derecho a votar), este proceso de máxima participación ciudadana directa podría arrancar en un área tan sensible como la de la Justicia, simplemente cumpliendo la manda constitucional de implementar el juicio por jurados y, agrego, por ejemplo, encargando, el proceso de remoción de los magistrados judiciales a un órgano mayoritariamente integrado por ciudadanos de a pie, entre otras reformas de la Constitución.
Con buenos fundamentos, la ciudadanía desconfía de que la transparencia y la imparcialidad son las pautas que inspiran los criterios que, finalmente, se aplican para decidir la suerte, favorable o adversa, de los jueces enjuiciados.
No se trata de proponer libertarismo. Al contrario, se trata de tomar conciencia de que la crisis del dogma representativo es estructural, llegó para quedarse. Y de que debemos resolverla con odres nuevos, que coloquen a la sociedad al cobijo del mesianismo y el autoritarismo.