

“Cuando terminó el partido, lo primero que hice fue entrar rápido al vestuario, agarré el teléfono y llamé a mis viejos, a mi esposa y a mis hijos que estaban viendo el partido. Eso es lo más importante para mí”. Las palabras de Lionel Scaloni, pronunciadas el martes por la noche mientras las tribunas del estadio Monumental de River aún retumbaban con los cánticos de la hinchada argentina, resumen la esencia del entrenador: humildad en la victoria, familia antes que exageradas celebraciones públicas. Fue un contrapunto perfecto. Mientras la “albiceleste” desplegaba otro espectáculo de fútbol ante el pentacampeón del mundo, el padre de la bestia eligió como primer gesto conectar con los suyos. Sin discursos grandilocuentes, sin protagonismos. Solo un hombre agradecido, recordando que incluso en la cima del éxito, lo esencial sigue siendo lo mismo.
Esta filosofía encuentra eco en “El Legado” (“Legacy”), el libro donde el escritor, orador, entrenador y consultor James Kerr desgrana el ADN de los All Blacks, el equipo de rugby más exitoso del mundo: “Los líderes equilibran orgullo y humildad: orgullo absoluto en el desempeño; humildad total ante la magnitud de la tarea”. Scaloni, como aquellos guerreros neozelandeses, encarna ese principio. Bajo su mirada, la Selección ha florecido sin perder su esencia: celebra los triunfos, pero nunca olvida que el éxito es efímero si no se construye sobre cimientos sólidos.
La comparación es inevitable. Los All Blacks practican “sweep the sheds” (barrer los vestuarios), un ritual que simboliza que nadie está por encima del equipo. Scaloni, por su parte, prefiere el silencio de las llamadas familiares a los discursos soberbios. Dos culturas distintas, un mismo credo: la grandeza perdurable nace del servicio, no del protagonismo.
El santafesino logró lo que parecía imposible: forjar una identidad colectiva que trasciende a las individualidades. En una era donde el fantasma de la excesiva dependencia de la magia de Lionel Messi acechaba a la Selección, el entrenador demostró que había construido algo más grande. La prueba de fuego llegó en una arriesgada doble fecha: el clásico ante Uruguay en Montevideo y el desafío sudamericano, ambos sin la presencia del capitán. Lejos de desmoronarse, el equipo respondió con largos pasajes de un fútbol maravilloso: preciso en la construcción, fiero en la presión y letal en definición. No sólo ganó ambos partidos, sino que reafirmó una filosofía de juego.
“Si viene un momento malo, saber salir, de eso se trata el fútbol. Esperemos que las cosas sigan así y si se tuercen, levantarse. Que la gente disfrute de este momento sabiendo que no va a ser siempre así, ojalá que dure lo más que se pueda”, decía Scaloni haciendo gala de su característica templanza, intentando moderar la euforia desbordante que inundaba calles y redes sociales, donde se rendía tributo a sus dirigidos desde todos los confines del planeta. El ex lateral derecho de perfil aguerrido prefería el rol de timonel sereno antes que el de protagonista triunfalista. Un mensaje sencillo: celebrar sin olvidar que en el fútbol, como en la existencia, los ciclos son ley inexorable.
La bendición de Menotti
El camino estuvo plagado de obstáculos. Quienes hoy veneran a Lionel Scaloni como arquitecto del renacimiento futbolístico argentino fueron los mismos que cuestionaron cada uno de sus movimientos iniciales. Cuando en 2018 asumió al mando de una Selección vapuleada -eliminada en octavos del Mundial Rusia y sin horizonte claro- el escepticismo fue la norma. Los expertos pedían ver su título de director técnico en ruedas de prensa; los medios lo llamaban “interino”; y hasta el mismo Diego Armando Maradona, desde su pedestal de gloria pasada, lo despachó con un lapidario: “Es provisorio”. En ese clima de hostilidad generalizada, quizás solamente dos hombres vieron lo que otros no: Claudio Tapia, presidente de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA), y César Luis Menotti, el filósofo que en 1978 había dado a nuestro país su primera estrella mundial. El “Flaco”, en un gesto que mezclaba intuición futbolera y visión estratégica, fue categórico con el hombre fuerte de la institución ubicada en calle Viamonte 1366: “Scaloni tiene que ser el técnico hasta Qatar, sin importar los resultados parciales”. Una declaración de principios que rompía con la lógica cortoplacista del fútbol moderno.
“Chiqui”, armado de esa certeza ajena, hizo su apuesta más audaz. Mantuvo su apoyo inquebrantable mientras el oriundo Pujato tejía, partido a partido, lo que hoy llamamos “La Scaloneta”: un equipo que fusionó la garra criolla con el fútbol posicional, donde el colectivo brilló más que las individualidades. Lo que entonces parecía temeridad hoy se revela como una de las decisiones más visionarias del deporte nacional. Algo que ni el más optimista se hubiese imaginado.
El palmarés lo consagra: un Mundial ante Francia que hizo llorar a un país, dos Copas Américas que enderezaron el rumbo y una Finalissima ante Italia que coronó el renacer. En apenas cinco años, Scaloni talló su nombre entre los grandes estrategas de la Selección, construyendo una era dorada que reconcilia resultados con identidad. La “Scaloneta” no solo devolvió los trofeos a una de las potencias históricas del fútbol -sedienta de gloria tras 28 años de sequía mundialista- sino que lo hizo con un sello inconfundible que enamoró a los hinchas argentinos y que genera respeto y admiración en los rivales.
Más allá de las copas levantadas y las estadísticas imborrables -a las que el DT suele restarle importancia-, el mayor legado de Scaloni no se mide en trofeos, sino en la transformación de un seleccionado que recuperó su identidad y, sobre todo, su sentido de pertenencia. Con su estilo sobrio y su liderazgo basado en el ejemplo, le recordó al fútbol argentino que la gloria no es un punto de llegada, sino un estado de construcción permanente. Hoy, el país lo reconoce como el arquitecto de una era inolvidable. Pero él, fiel a su esencia, sigue mirando hacia adelante. Sin estridencias, sin discursos altisonantes. Con la misma humildad con la que, después de cada batalla ganada, vuelve a marcar el número de su casa para compartir con los suyos lo único que, para él, es realmente irremplazable.