Hay una verdad indiscutible: el hombre, en sí mismo, es un mensaje. Y, por esa razón, su hablar lo define. Define lo que es y también lo que no es, lo que esconde y lo que saca a la luz, lo que niega y lo que concede. Sí, porque las palabras nos sirven para expresar nuestras ideas, pero también -hasta cierto punto y sólo, hasta cierto punto- para exteriorizar nuestras emociones. Lo que ocurre es que las emociones no pertenecen al mundo de la razón y, por lo tanto, no pueden ser encorsetadas con palabras. Por eso, cuando tratamos de expresar lo que sentimos, echamos mano a otros artilugios como los ademanes, los gestos, la risa, el llanto y, sobre todo, los gritos. Gritos que casi siempre se vuelven insultos. Nada hay más azorante que, por ejemplo, sentarse en un bar y verse de golpe obligado a escuchar los problemas que los vecinos de mesa exponen a viva voz.

Hay muchas emociones contenidas que no sabemos expresar con palabras y, entonces, gritamos e insultamos. A toda hora y en cualquier lugar. Hay gritos e insultos en la televisión y en la radio (¿por qué será que hasta en los programas infantiles abundan los gritos?); en la calle y en los salones; entre los chicos a la salida del colegio y entre los grandes a la salida de los bancos. Gritos que, en definitiva, no son más que pura violencia gritada.

Muy distintos son los gritos de protesta o de denuncia. No estamos hablando de ellos; estamos hablando de los gritos que buscan golpear al otro y que duelen tanto como cachetadas certeras. Claro que siempre aparecen aquellos que se excusan diciendo que el grito es parte del ser argentino; que hablar a los alaridos es una suerte de herencia de nuestros abuelos inmigrantes. Pero lo cierto es que cuando gritamos e insultamos no estamos ejerciendo nuestra condición de seres humanos, sino que activamos -por decirlo de alguna manera- nuestro genoma animal. Porque los animales sí se comunican con gritos, aullidos, sonidos guturales y ladridos. Nosotros no. Nosotros tenemos las palabras. Y el buen uso de ellas define -fijémonos bien: define- nuestra humanidad. De hecho, el buen hablar -ese que tiene, como decía Friedrich Nietzsche, "la cortesía del corazón"- demuestra consideración hacia el otro. Una consideración que ejercita la convivencia. Lo contrario -es decir, el aullido, el agravio y la procacidad-, la anula. Podría decirse, entonces, que somos humanos porque nos comunicamos con palabras. Y cuando no las usamos como es debido estamos colaborando paulatinamente con la constante, bochornosa y triste tarea de convertirnos otra vez -como al principio de los tiempos- en simios.

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