La otra construcción que se derrumba

En el derrumbe semanal de construcciones recientes y centenarias que alarma a Tucumán hay una dimensión manifiesta.

Después de que el ex cine Parravicini se desplomara y sepultara la vida de tres tucumanos, comenzó a gestarse entre los ciudadanos una suerte de nueva dimensión de la inseguridad, que se consolidó sórdidamente antenoche con la calamidad ocurrida en la obra de Mate de Luna 2.036. Tal como lo registró un informe de ayer de LA GACETA, los tucumanos ven una grieta y temen. Los vecinos que salen angustiados a la calle por el recrudecimiento del delito y la violencia, ahora tampoco se sienten seguros en sus propias casas. Como los moradores del edificio de Mate de Luna 2.026, contiguo a la obra colapsada en la noche del miércoles, que en la madrugada de ayer seguían en el palier y en la vereda, reacios a subir a sus departamentos por el miedo compartido a que todo pudiera venirse abajo cuando estuvieran dormidos.

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Pero en estas catástrofes urbanas hay también una dimensión, ciertamente, reprimida.

Está “más allá” de los ciudadanos que culpan al Estado por la falta de supervisión; de los vecinos de las obras ruinosas que responsabilizan a los constructores por los destrozos; de los funcionarios municipales que sostienen que los controles se realizan; y de los empresarios que responsabilizan al clima. Ese “más allá”, han ratificado los profesionales en estructuras, son las rajaduras de las construcciones. Las edificaciones dicen, a través de esas fallas, que hay algo (más bien, mucho) que no se ha hecho bien.

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Hay todavía un pliegue más. Uno a través del cual, en estos mismos días y en estos mismos términos, se ha exteriorizado el inconsciente colectivo.

En simultáneo con este ciclo en que todo lo construido sólidamente se desvanece en el suelo, otra construcción, pero normativa, volvió a desplomarse. Esta semana, otro gigantesco pedazo de la Constitución alperovichista se ha desmoronado en la Justicia. Si lo que no puede expresarse con palabras se hace patente como síntoma (si cuando la conciencia no consigue hablar, el inconsciente “dice” con el cuerpo), entonces el “cuerpo” de la capital de la provincia donde nació Juan Bautista Alberdi está diciendo que hay algo (más bien, mucho) que no se ha hecho bien con el edificio primero de los tucumanos: su sistema constitucional de relaciones y contrapesos entre los poderes del Estado.

Nada sustentable puede sostenerse si esa edificación no está hecha como corresponde hacerse. Y la que diseñó el alperovichismo está viciada con la naturaleza misma de su esencia.

Nueva demolición

Los imprescindibles constitucionalistas Luis Iriarte y Carmen Fontán fueron notificados esta semana (a estas alturas, inolvidable) de que está a un paso de quedar firme el fallo que ellos pleitean incansablemente desde 2007 y que demuele un bloque medular de la Carta Magna de 2006. Por un lado, fulmina la desnaturalización de los ya excepcionalísimos decretos de necesidad urgencia. Esos instrumentos, extraordinariamente, le permiten legislar al Poder Ejecutivo. Aparecieron con la Constitución Nacional de 1994, que es posterior a la reforma de la Ley Fundamental tucumana de 1990, así que aquí fueron creados por ley. Originariamente, deben ser ratificados por el Poder Legislativo, a los 20 días de haber sido dictados, porque de lo contrario devienen nulos. Pero el alperovichismo cambió las cosas para Tucumán. En su segundo día en el Gobierno, el 30 de octubre de 2003, promulgó la ley que le dejó la Legislatura mirandista de regalo: si a los 20 días no hay convalidación parlamentaria, los DNU quedan firmes. O sea, para legislar, en Tucumán alcanza con que la Cámara no sesione. Ese régimen recibió rango constitucional en 2006.

Iriarte y Fontán consiguieron en septiembre pasado que la Corte (integrada por los camaristas Rodolfo Novillo, Sergio Gandur y Carlos Ibáñez) declarase inconstitucional esa norma. Lo mismo lograron respecto del régimen de remuneración de los legisladores. La Carta Magna de 1990 fija que el monto de la dieta es establecida por los legisladores de una composición parlamentaria para los que asumirán en el siguiente período. Léase, los legisladores estaban vedados de aumentar sus sueldos. Sin embargo, la reforma de 2006 pauta que a la mensualidad de los parlamentarios es pautada por el vicegobernador por decreto.

Los constitucionalistas buscaban anular otras disposiciones también, así que solicitaron en nombre de esos temas pendientes que se habilite la vía para recurrir la sentencia ante la Corte de la Nación. El Gobierno hizo lo propio para ir contra el fallo. Ahora, la Corte ad hoc rechazó esas peticiones. Al poder político sólo le queda plantear un recurso de queja ante el tribunal nacional, pero esa instancia ya no suspende la resolución judicial adoptada localmente.

Desplomes anteriores

Esta es la cuarta demolición de la Constitución alperovichista. La primera fue el fallo en la causa promovida por el Colegio de Abogados, que anuló la “enmienda legislativa”: un mecanismo para que la Legislatura pudiera cambiar la mismísima Constitución, con una mayoría especial. Tronchó, además, la delegación en el Poder Ejecutivo del armado del Consejo Asesor de la Magistratura. Es decir, el gobernador no pudo armar por decreto la institución que selecciona a los jueces. El Jury de Enjuiciamiento, que destituye magistrados, quedó en pie, pero con la recomendación expresa de que incluyera opositores. Hoy es así gracias al fallo, porque la Constitución alperovichista no impedía que se conformara íntegramente con oficialistas.

Después vino el fallo “Movimiento Popular Tres Banderas”. Alejandro Sangenis y el constitucionalista Rodolfo Burgos lograron que se declarara nula la conformación de la Junta Electoral Provincial con mayoría del poder político. Gracias a ello, hoy el organismo que controla las elecciones tiene mayoría del Poder Judicial.

Más tarde, el fallo “Batcom”, que anuló la norma constitucional que establecía la competencia originaria de la Corte para entender en las apelaciones a los acuerdos del Tribunal de Cuentas. Hoy, la instancia recursiva sigue siendo la Cámara en lo Contencioso Administrativo.

¿Qué tienen el común estos fallos? Que los tribunales que los dictaron advirtieron, en todos los casos, que la Convención Constituyente había excedido los límites establecidos por la ley que habilitó la reforma de la Constitución. Esa norma determinó taxativamente qué cosas se podían crear, derogar o modificar. Y ninguno de los estatutos anulados se ajusta a esas pautas.

Lo cual conduce a un par de conclusiones guiadas por la certidumbre estadística.

Lo que no se quiere derribar

La primera es que el régimen de acople es pasible de ser declarado inconstitucional y nulo. La ley que habilitó la reforma fijó que la Convención Constituyente podía modificar el régimen electoral y pautó que debía ser derogado el sistema de Lemas. El acople no es una modificación: es una creación inédita en la legislación provincial. En todo caso, lo más parecido a ella es la Ley de Lemas, porque aunque ahora no hay sublemas sino partidos, se mantiene la naturaleza de “colectoras” electorales. Y sobre todo, sigue vigente la licuación de la representación: en la provincia de 1,5 millón de habitantes hay legisladores de 10.000 votos decidiendo qué es ley y qué no.

La segunda conclusión es que sigue habiendo acoples no sólo porque el oficialismo quiere, sino porque la oposición lo permite. Los grandes partidos opositores al justicialismo jamás fueron a la Justicia a impugnar la constitucionalidad de ese mecanismo atentatorio contra la forma representativa de gobierno, postulada desde el artículo 1 de la Constitución Nacional, y exigido a las provincias en el artículo 5. Peor aún: Cambiemos, con la presencia de todos sus parlamentarios nacionales y provinciales (con la excepción de Rubén Chebaia) y de sus intendentes, presentó su proyecto de reforma política que convalida el acople. Eso sí, que haya sólo uno por fórmula de gobernador y vicegobernador…

Los cimientos que faltan

Los oprobios establecidos en las normas constitucionales son la dimensión manifiesta de los abusos del poder alperovichista. Hay una dimensión reprimida, tan contundente como la anterior: el edificio de poder que construyó el Gobierno anterior buscó descalzar la república, en lugar de cimentarla. Y eso perjudicó a la democracia.

Para que la democracia funcione, debe primar el constitucionalismo. Ese es el gran proyecto de ingeniería política y de arquitectura estatal diseñado para que el poder del pueblo fluya equilibradamente mediante tres poderes, que se controlan mutuamente. Menos república jamás puede ser más democracia: sin república la democracia es sustitución de la tiranía de uno por la tiranía de la mayoría. Del respeto a las minorías, de los derechos humanos a prueba de mayorías, se ocupa el constitucionalismo. De eso se trata el constitucionalismo que Alberdi nos legó.

El alperovichismo obró al revés. Dictó una Carta Magna que le otorgaba al gobernador la potestad para organizar a su antojo el mecanismo para designar jueces, y también el mecanismo para renovarlos. Se dio una cláusula transitoria que le permitió a José Alperovich, y sólo a él, ser un tucumano que gobernó durante tres períodos consecutivos esta provincia. Su sucesor, Juan Manzur, sólo puede aspirar a hacerlo por dos. Además, estableció una Junta Electoral manejada por políticos. Y le dio al poder político la facultad de modificar la Constitución a su antojo (por ejemplo, para permitir la reelección sin tope) mediante la enmienda legislativa. Nada de eso pasó porque hay división de poderes garantizada por la Constitución. Pero sigue faltando contrapeso político. El alperovichismo creó el acople, un sistema electoral cuyo combustible es la plata: el que más dinero tiene para armar acoples, más voto “colecta”. Y nadie tiene más plata que el Estado. Los adversarios del oficialismo no sólo lo aceptaron en silencio: acaban de avalarlo explícitamente.

A la escala de lo que esto significa la dio, también durante esta última y cataclísmica semana de mayo, el notable Natalio Botana. En una columna en Clarín analizó la crisis financiera con una clave: el país no tiene una constitución económica. La Argentina posee una constitución política, garante de las libertades, pero su constitución económica, que hace posible la igualdad que postula la anterior, carece de pactos y gira en el vacío, escribió el politólogo.

Tucumán, lejos de aspirar a una constitución económica, prácticamente, carece de constitución política. Lo cual representa una economía de explicaciones respecto de tantas tucumanidades…

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