Entre la paz y la anarquía

Por Juan Roberto Robles. Abogado. Docente de la Facultad de Derecho de la UNT.

25 Octubre 2020

El padre de la niña Abigail Riquel lanzó a los cuatros vientos una sentencia que desde hace años es cosa juzgada en la provincia: “somos abandonados por los gobiernos y la justicia”, significando, en una muy buena síntesis, la deserción o la inexistencia del Estado en el cumplimiento de sus funciones y deberes constitucionales. O quizás, el nulo funcionamiento de sus instituciones encargadas de ello, como también de las que se encuentran obligadas a su estricto contralor.

Cuánta razón tiene. El cierre y liquidación formal del Poder Judicial desde hace siete meses, agravado desde hace muchísimo más por la falta de voluntad y decisión de investigar y condenar a los funcionarios públicos, autores de los millonarios hechos de corrupción, constituyen una prueba elocuente de aquella afirmación. A lo que deberíamos añadir la abolición de la escuela; la privación del servicio público del transporte automotor de pasajeros; las invasiones a la propiedad privada; la creación de organismos destinados a limitar los derechos de informar é informarnos, etc., catalogo que cuenta con la autoría intelectual y material del poder político de turno.

Uno de los filósofos que inspiraron la creación del Estado es Thomas Hobbes (1588/1679), quien en su obra cumbre “De cive y Leviathan”, publicado en 1651, considera que el hombre es un ser originariamente antisocial, dominado por el instinto de conservación, por lo que debe buscar la satisfacción de sus propias necesidades prescindiendo de la de sus semejantes. “Homo hominis lupus”, dice, “el hombre es el lobo del hombre”.

El hombre puede superar tal situación merced a dos elementos básicos: a) determinados instintos; y b) la razón. Los primeros son el deseo de evitar la guerra continua para salvar la vida, mientras que a la razón no es considerada aquí como un valor en sí, sino como un instrumento apto para realizar aquéllos deseos fundamentales.

Para la conformación del Estado, los hombres deben llegar a algún tipo de acuerdo o Contrato Social que da origen al soberano, es decir, un individuo o grupo de individuos con autoridad suficiente para imponer ciertas reglas, que son las que definen el orden social. Hablar de soberano es hablar de Estado. De ahí entonces que Leviatán es sinónimo de Estado y hace referencia a la bestia bíblica, que, según la tradición judía era el soberano de los mares (Job, 40, 15-24).

El Estado para nuestro autor, no es pues, algo natural, sino artificial, pues es una creación de los hombres. Empero, se corre el serio riesgo de que cuando el Leviatán deja de hacer respetar las libertades y derechos de los signatarios del Pacto, sea devorado por otra bestia Behemoth, que siempre está al acecho, y que es portadora de la anarquía, la guerra civil, la descomposición del orden político y de la jerarquía social.

La historia nacional, antes y después de la sanción de la Carta Magna de 1853, abunda en trágicos períodos anárquicos, debidos, precisamente, a la inexistencia de la Ley y de una autoridad que impusiera la obligación de aplicarla y respetarla a todos por igual. El Preámbulo condensa férreamente los cimientos de la república democrática. Hacia allí debemos encaminarnos, antes de que sea demasiado tarde.

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