La preocupación por el ambiente es un rasgo de nuestra época. Nos interpelan las consecuencias del cambio climático y el calentamiento global, la transición energética hacia energías renovables, la extinción masiva de especies, y la dimensión socioeconómica de la problemática ambiental, entre otras cuestiones.
La Ley General del Ambiente 25.675 (LGA) reglamenta el derecho previsto en el art. 41 CN al tiempo que sistematizó los principios que rigen en la materia, los que constituyen herramientas fundamentales de los magistrados/as para resolver las causas en las que se encuentra comprometida la cuestión ambiental.
Los principios insuflan de contenido a las disposiciones legales y operan como pautas hermenéuticas cuando haya dudas; en efecto, constituyen criterios de interpretación, orientaciones generales, guías o fórmulas que permiten elaborar una lectura armónica al conjunto de reglas contenidas en un determinado ordenamiento, y que se sustentan en exigencias básicas de justicia.
Lorenzetti explica que “el principio no expresa una idea objetiva, certera, que impulse al juez a un juicio silogístico, no se lo puede considerar como una premisa mayor y subsumir en él a un caso. Este contenido se establece mediante un juicio de ponderación con otros principios. Ponderar es establecer comparaciones, establecer el peso de cada uno y aplicar el mayor en el caso concreto”.
Los principios de la LGA han sido y son una herramienta fundamental para resolver los casos llevados a decisión de jueces y juezas. Desde su condición de reglas preexistentes hasta su reconocimiento constitucional y posterior previsión legislativa, los principios ambientales inspiran, y por qué no decir fundamentan, las decisiones de magistrados y magistradas. Como se dijo, el derecho ambiental está conformado por una estructura dual de normas y principios a los que habrán de ajustarse las decisiones judiciales. Es pertinente recordar que la CSJN dijo en el precedente “Mendoza” que “el reconocimiento de status constitucional del derecho al goce de un ambiente sano, así como la expresa y típica previsión atinente a la obligación de recomponer el daño ambiental (art. 41 de la Constitución Nacional), no configuran una mera expresión de buenos y deseables propósitos para las generaciones del porvenir, supeditados en su eficacia a una potestad discrecional de poderes públicos, federales o provinciales, sino la precisa y positiva decisión del constituyente de 1994 de enumerar y jerarquizar con rango supremo a un derecho preexistente” y reiterar la “particular energía con que los jueces deben actuar para hacer efectivos esos mandatos constitucionales”.
A modo de ejemplo, señala Caferatta, los principios de prevención y precaución obligan al operador jurídico a priorizar el análisis, en la etapa previa al daño operando sobre las causas y las fuentes de los problemas ambientales, tratando de impedir la consumación del daño ambiental. La prevención del daño ambiental no se procura en abstracto, sino en virtud de la manda constitucional y legal de garantizar un desarrollo sostenible, es decir, el desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer las de las generaciones futuras. Cobra especial trascendencia, entonces, la equidad intergeneracional como mandato que se apoya en el preventivo y al que debe apuntar la sostenibilidad. Las leyes y las decisiones que se dicten deben ser respetuosas del derecho constitucional reconocido y de los principios ambientales, como presupuestos mínimos para garantizar el derecho al ambiente sano para las generaciones presentes y futuras. Ni las leyes ni las decisiones pueden ser regresivas sino, por el contrario, impera la progresividad en la materia. Dicha progresividad encuentra su piso en la prevención, su medio en la sostenibilidad y su techo en la equidad intergeneracional. En este sentido, precisa Berros que aquel principio, en nuestro derecho y articulado al concepto de desarrollo sustentable, refiere a la obligación de no comprometer las necesidades de las generaciones futuras y velar por el goce del ambiente apropiado, pensando en el hoy, pero también en el mañana. Cuando la prevención no fue posible y el menoscabo o la degradación del ambiente se produjo, se activan los mecanismos de responsabilidad. Otro ejemplo de complementariedad lo constituye el vínculo entre los principios de congruencia, subsidiariedad, solidaridad y cooperación que interpelan a los distintos órganos estatales, como a toda la comunidad, a desplegar conductas armoniosas con el objetivo común del cuidado del medioambiente.
Asistimos a un cambio de paradigma en el que cobra relevancia una concepción y cosmovisión geocéntrica, con la naturaleza como eje, evolucionando la tradicional concepción antropocéntrica, focalizada en el individuo. Dentro de este nuevo paradigma, los principios rectores de la política nacional ambiental plasmados en la LGA pueden vislumbrarse como faros que alumbran una visión equilibrada del desarrollo sostenible con particular énfasis en la protección y conservación del ambiente, que pone especial atención en los efectos de la degradación ambiental sobre los grupos más vulnerables como también en las generaciones futuras.
Son necesarias e imprescindibles decisiones judiciales hermanadas con la finalidad tuitiva del ambiente y conscientes de sus efectos en el tiempo para poder garantizar y materializar la debida protección de la naturaleza y su medio, en tanto hogar de todos y todas. Las sentencias en causas ambientales habrán de tener en cuenta la perspectiva del desarrollo sostenible para las generaciones presentes y las que vienen, y por lo tanto observar el principio de equidad intergeneracional.
En esa perspectiva jurisdiccional, los principios no solo desempeñan un rol como faro que alumbra o da cimiento a un determinado ordenamiento jurídico, o como pauta hermenéutica sobre el contenido y alcance de las normas para el juzgador/a. Van mucho más allá en tanto han sido incorporados al texto mismo de la norma convencional, constitucional y legal asignando con claridad funciones y responsabilidades al juez/a, las partes, los terceros, y a la comunidad en general.
En este planteo es relevante considerar una variable fundamental, la cultural. Surge necesario un cambio de cultura que deje los criterios viejos y los sustituya por los nuevos.
El derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano sin afectar las generaciones futuras (art. 41 CN), reclama de todos y todas una toma de conciencia colectiva y un compromiso del Estado en el ámbito interno de sus tres Poderes y en el plano internacional en sus relaciones con otros Estados. Es esencial integrar la dicotomía “desarrollo vs. ambiente” y para ello, alcanzar consensos puesto que el desarrollo no puede ser ilimitado, no bien se repara en los bienes en juego y los valores comprometidos. Se trata de la ponderación adecuada entre la necesidad de progreso y los límites para que ese progreso y desarrollo respeten el derecho a un ambiente sano de las generaciones presentes y futuras.