Como viene ocurriendo año tras año sin cesar, Tafí del Valle ya palpita lo que seguramente será otra temporada con récord de afluencia turística. Por efecto del calor excesivo, de la crisis económica que recorta los viajes y de la pandemia, la principal villa veraniega de la provincia se ha convertido en un punto de atracción muy poderoso. Basta con ver cómo ha avanzado la urbanización de este ecosistema frágil para dimensionar el crecimiento que tuvo en las últimas décadas, y, más importante aún, cuán poco se ha protegido este patrimonio natural y cultural.
Aunque expertos de la arquitectura como Osvaldo Merlini y Olga Paterlini llevan años advirtiendo acerca del deterioro irreversible del paisaje, es evidente que, en general, las autoridades públicas y los sectores económicos con intereses en la zona han optado por la ganancia de corto plazo, sin advertir los daños que esta postura comporta para el futuro, y, en especial, para quienes residen de manera estable en Tafí y para las nuevas generaciones de tucumanos. El boom tafinisto llegó y se instaló sin reglas ni planificación claras: como suele ocurrir, los intentos de regular aparecieron después de los hechos consumados.
La imprevisión e improvisación que han demostrado los diferentes niveles del Estado y el ámbito privado en Tafí del Valle tienen costos elevados, y algunos ya están a la vista de un modo indisimulable. Esto se constata, por ejemplo, en los accesos, a los que poco les queda de esa postal paradisíaca que supieron ser cuya belleza extasiaba hasta a los corazones más endurecidos. La edificación sin control está generando en Tafí la periferia degradada propia de las ciudades colapsadas de América Latina. La ruta 307, que es una atracción turística en sí misma por su trazado serpenteante que bordea el río y su vegetación que muta con la altitud, se ve invadida por casas y casillas que son un peligro para sus moradores y transeúntes, además de obvias usurpaciones de bienes públicos. Y, al llegar, ¡qué tristeza provoca ver cómo un barrio avanza impunemente en las tierras del área protegida de La Angostura!
Llama la atención que estas infracciones tan ostensibles no hayan generado una reacción mayor, más allá de las quejas de los nostálgicos del Tafí calmo y naturalmente sublime de antaño. Vale recordar aquí que la Provincia está obligada a velar por la preservación de los espacios que pertenecen al conjunto de la sociedad y que deben permanecer libres para mitigar mínimamente el impacto de la construcción agresiva. No se entiende tampoco por qué, fuera de algunas quejas concretas, la Municipalidad tafinista y la Comuna de El Mollar no han levantado la voz de una manera consistente para detener la irracionalidad que compromete su presente y su porvenir. Un ejemplo de esa falta de interés aparece en la urbanización desenfrenada de El Pelao, donde se llegó a admitir que se alambraran cursos de agua como si fueran “playas privadas” o construcciones en el precipicio.
El acostumbramiento total al avasallamiento del bien común es lo que debe cambiar para que cese la depredación de Tafí del Valle y de sus alrededores. Esta es una tarea colectiva a la que nadie puede dar la espalda y que clama por un liderazgo que la ejecute. Los gobiernos que acaban de asumir tienen allí una oportunidad única de generar la política de Estado turística, ambiental y cultural que demanda este lugar privilegiado de la Tierra. Para algunos ya es tarde, pero darse por vencidos no es una opción. Lo único que no se ha hecho durante las últimas décadas es un intento serio de cuidado que abarque desde la disminución de los ruidos molestos hasta la gestión eficiente de los residuos. Es un desafío mayúsculo para el que no se necesita tanto dinero como trabajo y voluntad de imponer límites, y, por supuesto, amor por Tafí del Valle.