La escasez de agua dulce es un problema en todo el mundo y los pronósticos en el corto plazo no son alentadores. Al punto que no pocos analistas geopolíticos anticipan que los próximos conflictos bélicos no serán por el petróleo, ni por la energía, ni por los alimentos, ni por el territorio, sino que se desatarán por la provisión de agua para consumo humano, para la industria y para el agro y la ganadería.
Pese a que la región está saliendo de un período de casi cuatro años de sequías, Tucumán es una tierra bendecida en cuanto al abastecimiento natural de agua dulce, proveniente de las cuencas del norte y de las propias montañas de esta provincia.
Aún así, Tucumán siempre tuvo problemas para administrar tanto la escasez en tiempos de seca como los anegamientos y las inundaciones cuando hay exceso de lluvias.
Confluyen varias razones para que ocurra esta injusta paradoja. Falta de sistematización de las cuencas y de los ríos, como reforestar los márgenes que han sido erosionados por el hombre o la construcción de represas para almacenamiento. Otra razón es el déficit de obras públicas para evitar inundaciones y también para extender las redes de agua y de cloacas, servicios del que carecen decenas de miles de tucumanos, o les son insuficientes.
La tercera razón es cultural y en este punto los tucumanos encabezamos otro ránking negativo no sólo a nivel nacional, sino también internacional. Pobreza cultural en el manejo del suelo tanto en urbanizaciones que avanzan sin los estudios de impacto ambiental necesarios y en zonas donde no deberían permitirse, sobre todo en el piedemonte, como en la administración de la tierra para cultivo, con desmontes incontrolables de sectores estratégicos para el normal corrimiento de las lluvias. También carencia cultural en el hábito de consumo. Quizás acostumbrado a la abundancia de agua durante casi las cuatro estaciones, el tucumano hizo del derroche un estilo de vida, práctica mucho más que imprudente, irresponsable e inconsciente de la grave situación mundial.
En San Miguel de Tucumán cada persona consume por día 340 litros de agua potable, que además se desperdicia en pérdidas de la red (la SAT estima que un 40%), en lavaderos clandestinos, riego indiscriminado o mal uso en el tratamiento de piscinas. En otras ciudades, como Yerba Buena o Tafí Viejo, el consumo per cápita es aún más elevado.
El promedio argentino es de 249 litros diarios por habitante, casi un 30% menos. En Chile, que recibe el doble de precipitaciones que Tucumán y casi el triple que Argentina (1.500 milímetros por año el país vecino contra 850 la provincia y 590 el país) el consumo promedio es de 172 litros.
Europa, con un promedio de 1.300 milímetros de lluvias por año, consume 128 litros por día por habitante, casi un 40% menos que un vecino de la capital. España, que tiene la mitad de lluvias que el promedio europeo, el consumo apenas asciende a 133 litros por habitante.
Además de las pérdidas de la red, donde Tucumán duplica al promedio nacional en litros por hora que se derrochan por fallas, los malos hábitos de consumo son fundamentales. Por ejemplo, si dejamos abierta la canilla al lavarnos los dientes desperdiciamos 15 litros de agua por día, o si abrimos la ducha cinco minutos antes de ducharnos tiramos 100 litros por día en promedio. Un caño que gotea representa 46 litros por jornada.
Los tucumanos padecemos un problema cultural de consumo, además de desinterés y egoísmo en la explotación del suelo y en la administración de la cuenca. Las autoridades deberían insistir fuertemente en este flagelo tan vital para el ser humano.