Por Indalecio Francisco Sanchez
17 Octubre 2013
En un concienzudo ensayo sobre las encuestas de opinión, el prestigioso sociológo francés Pierre-Félix Bourdieu expresó, en 1973, que la opinión pública no existe. Fundamentó su aseveración en tres pilares:
Toda encuesta de opinión supone que todo el mundo puede tener una opinión. Se supone que todas las opiniones tienen el mismo peso (...). Tercer postulado implícito: en el simple hecho de plantearle la misma pregunta a todo el mundo se halla implicada la hipótesis de que hay un consenso sobre los problemas, entre otras palabras, que hay un acuerdo sobre las preguntas que vale la pena plantear
. No sólo es complicado refutar los postulados de Bourdieu, sino que no es la intención de este escrito: su teoría sirve para esclarecer por qué las encuestas levantan tantas opiniones diversas en las audiencias y tanto nerviosismo entre -en este caso- los políticos.
Los relevamientos de opinión supieron estar sobredimensionados. Fueron objeto de denuncias sobre maniobras para instalar candidatos y problemáticas. En los hechos, y realizadas con el rigor científico correspondiente, no son más que una foto sobre el estado de ánimo de sociedades y sobre pareceres respecto de cuestiones puntuales. Pero la reacción de las audiencias es de frustración y enojo (si no arrojan un resultado afín a su pensamiento) o de confirmación y beneplácito (si se condicen con su parecer). A la vez, los políticos suelen esconder las que ellos encargan si los números le son esquivos o buscan exhibirlas, si les son favorables. Ahora bien. Siguiendo a Bourdieu, ¿cambia el voto o la ideología según lo que arroja una encuesta? ¿Cambian los políticos por lo que le dicen esos números? Paradójicamente, la última palabra la tiene la opinión pública.
Toda encuesta de opinión supone que todo el mundo puede tener una opinión. Se supone que todas las opiniones tienen el mismo peso (...). Tercer postulado implícito: en el simple hecho de plantearle la misma pregunta a todo el mundo se halla implicada la hipótesis de que hay un consenso sobre los problemas, entre otras palabras, que hay un acuerdo sobre las preguntas que vale la pena plantear
. No sólo es complicado refutar los postulados de Bourdieu, sino que no es la intención de este escrito: su teoría sirve para esclarecer por qué las encuestas levantan tantas opiniones diversas en las audiencias y tanto nerviosismo entre -en este caso- los políticos.
Los relevamientos de opinión supieron estar sobredimensionados. Fueron objeto de denuncias sobre maniobras para instalar candidatos y problemáticas. En los hechos, y realizadas con el rigor científico correspondiente, no son más que una foto sobre el estado de ánimo de sociedades y sobre pareceres respecto de cuestiones puntuales. Pero la reacción de las audiencias es de frustración y enojo (si no arrojan un resultado afín a su pensamiento) o de confirmación y beneplácito (si se condicen con su parecer). A la vez, los políticos suelen esconder las que ellos encargan si los números le son esquivos o buscan exhibirlas, si les son favorables. Ahora bien. Siguiendo a Bourdieu, ¿cambia el voto o la ideología según lo que arroja una encuesta? ¿Cambian los políticos por lo que le dicen esos números? Paradójicamente, la última palabra la tiene la opinión pública.
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