El humor aligeró el duro viaje hasta el 83

El régimen de facto se ocupó de atacar la circulación de las ideas y la censura acalló a la prensa, además de cercenar la libertad de las expresiones artísticas. El humor tomó la bandera de la resistencia y se coló entre las grietas de la dictadura para arrancarle sonrisas a una sociedad shockeada. Por eso la renacida democracia les debe mucho a los humoristas.

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02 Diciembre 2013
Cuando el país vivía amordazado, asfixiado de un modo que a las nuevas generaciones les resultaría casi imposible de entender, María Elena Walsh firmó un alegato contra la censura en el suplemento cultural del diario Clarín. La nota, publicada el 16 de agosto de 1979, se tituló "Desventuras en el País Jardín-de-Infantes". Decía, entre otras cosas:

Hace tiempo que somos como niños y no podemos decir lo que pensamos o imaginamos. Cuando el censor desaparezca ¡porque alguna vez sucumbirá demolido por una autopista! estaremos decrépitos y sin saber ya qué decir. Habremos olvidado el cómo, el dónde y el cuándo y nos sentaremos en una plaza como la pareja de viejitos del dibujo de Quino que se preguntaban: "¿nosotros qué éramos...?"

Sí, la firmante se preocupó por la infancia, pero jamás pensó que iba a vivir en un País-Jardín-de-Infantes. Menos imaginó que ese país podría llegar a parecerse peligrosamente a la España de Franco, si seguimos apañando a sus celadores. Esa triste España donde había que someter a censura previa las letras de canciones, como sucede hoy aquí y nadie denuncia; donde el doblaje de las películas convertía a los amantes en hermanos, legalizando grotescamente el incesto...

En aquella Argentina encorsetada por el silencio, ominoso y terrible, la sociedad buscaba desesperadamente válvulas de escape. La distensión de una sonrisa podía obrar el milagro y por eso el humor fue una bandera de la resistencia. La dictadura cívico-militar contuvo la circulación de las ideas, manipuló la información y cerró todos los grifos de la cultura. La música, el cine, la poesía, las ficciones literarias; todo pasaba por las tijeras de los censores. A esa guillotina la gambetearon viñetas, metáforas ingeniosas, sátiras en apariencia inofensivas. Una caricatura podía -puede- gritar mucho más que un panfleto.

Tras la debacle de Malvinas se inició la retirada del régimen y el cuerpo social empezó a oxigenarse sin la asistencia de un respirador artificial. La prensa gráfica fue liberándose de las ataduras y los humoristas apretaron el acelerador de sus plumines. - Alsogaray pronostica la grancrisis económica para 1984. - ¿Lee los astros? - No, lee los diarios.El chiste de Carlos Basurto, humorista político de LA GACETA en 1983, marcaba el clima de época. Desde la contratapa del suplemento de espectáculos, cada domingo el gran Quino brindaba su visión de la realidad argentina. A diario, implacables, las caricaturas del plástico tucumano Ricardo Heredia regalaban inéditos perfiles de la clase política.

Clarín había apostado 10 años antes a la nacionalización de su página de humor gráfico. Entre los talentos que fueron sumándose figuraba Caloi, eje de una controversia durante el Mundial 78 cuando su entrañable Clemente pedía "¡tiren papelitos!" Era un mensaje de ruptura del orden y de la pulcritud que exigía la dictadura. Uno de los pilares mediáticos del Gobierno de facto, el relator José María Muñoz, lideró la campaña en contra de Clemente. El público dio su veredicto inundando los estadios con una alfombra blanca cada vez que jugaba la Selección.

Claro que el diario marcaba límites. La investigadora Florencia Levín citó el caso de Roberto Fontanarrosa en su libro "Humor político en tiempos de represión". "En el mismo momento en que publicaba en Clarín, en otras publicaciones él hacía otras representaciones más directas y más alusivas (...). En otras revistas él tenía otras libertades, otros recursos y otras posibilidades de decir, antes y durante la dictadura..."

La máxima referencia durante este período es la revista Humor Registrado, un milagro de supervivencia en plena dictadura, alimentado por la fidelidad de los lectores. Heredera de Satiricón y Chaupinela, surcaba mares encrespados con el extraordinario caricaturista Andrés Cascioli aferrado al timón.

A fines del 83, Humor vendía 200.000 ejemplares por quincena, cifras impresionantes que hicieron de La Urraca (ya extinta) un emporio editorial. La revista influía poderosamente en la opinión pública, a caballo de la credibilidad construida mientras los demás callaban. Y no fue prescindente a la hora de las elecciones, según consignó Cascioli en su libro "La revista Humor y la dictadura".

"La polarización de la lucha electoral entre Alfonsín y Luder hizo que la dirección de la revista asumiera una posición de evidente simpatía por el primero, aunque en la redacción convivían alfonsinistas con peronistas, intransigentes y los que optaban por la izquierda tradicional -detalló Cascioli-. Tras la contienda, que llevó a Alfonsín a la presidencia, los analistas del radicalismo consideraron que la revista había jugado un papel decisivo en la captación del voto juvenil (sobre todo el "primerizo") y algunos hablaban de que a Humor 'se le debían un millón y medio de votos'".

Cuenta Hermenegildo Sábat que cuando empezó a trabajar en La Opinión, el emblemático diario que dirigía Jacobo Timerman, puso como condición que sus dibujos no llevarían palabras. Según Sábat, en la Argentina la gente se pelea por las palabras y no por las ideas, y sostiene que en ocasiones el silencio es preferible el caos. "No siempre el que calla está otorgando", subraya.

El humor se galvanizó durante los años de plomo por medio de silencios manchados de tinta. Extremó el ingenio para doblegar en ese terreno a la censura y explotó en 1983, acompañando el regreso del país al estado de Derecho. Finalmente, la batalla librada por medio de historietas, caricaturas, chistes y viñetas se zanjó con el triunfo de la inteligencia.

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