Timothy Egan
Este año la secta mortal que se hace llamar Estado Islámico (EI) publicó un video de dos hombres que eran lanzados desde la azotea de un edificio, ejecutados, ante una turba aprobatoria, por el delito de ser homosexuales. Más o menos por ese tiempo murió lapidada una mujer acusada de cometer adulterio. Pero actos como estos rara vez nos hacen mirar dos veces dentro de la burbuja psicopática de Estado Islámico. Sigamos: brutales violaciones rituales de niñas, un manual para explicar que, conforme a la ley religiosa, se puede “tener ayuntamiento con una esclava que no haya llegado a la pubertad”. Alá estaría de acuerdo, asegura el documento.
Eso es Estado Islámico: gente que ama a la muerte “como ustedes aman la vida”, según afirmaron en otro video, esta vez dirigido a los franceses. Los de EI, los peores terroristas del mundo, son musulmanes de nombre, y musulmanes según su práctica torcida, como es musulmana también la mayoría de sus víctimas. No hay que confundirse.
Absurdos y atrocidades
Cuando esta conjura de asesinos asumió el crédito de la matanza en París, afirmó que había puesto en su mira la Ciudad de las Luces porque es “la capital de la prostitución y del vicio”. Y abatieron a tiros a amantes de la música pues eran “paganos reunidos en un concierto”. La masacre confirmó la observación de Voltaire: “quienes pueden hacernos creer en absurdos, pueden hacernos cometer atrocidades.”
Así, pues, son un insulto las afirmaciones como las del senador estadounidense Marco Rubio, según las cuales estamos en medio de un choque de civilizaciones. Enmarcar lo sucedido de ese modo les da a los bárbaros del Estado Islámico una narrativa para las tóxicas diatribas que diseminan disfrazadas de religión. Estado Islámico no es una civilización en ningún sentido y bajo ninguna luz.
Una civilización es ese estadio de fútbol en el que fans británicos y franceses, con los brazos entrelazados, cantaron “La Marsellesa”, acto tan conmovedor en Londres como lo había sido hace más de 70 años en el Rick’s Café, de la película “Casablanca”.
Una civilización son los bulevares llenos de gente en los bares, escuchando música, algo considerado crimen en los territorios controlados por Estado Islámico. “Están tratando de destruir nuestra cultura misma -le dijo una parisina a Liz Alderman, de The New York Times-. No lo lograrán”.
Una civilización es el desafío encarnado en las palabras del presidente François Hollande: “los terroristas quieren borrarlo todo: cultura, juventud, vida, y también historia y memoria. No cederemos al terrorismo suspendiendo nuestra forma de vida”.
Pero eso es, precisamente, lo que están propugnando algunos políticos de Estados Unidos: descartar lo honorable en medio de las convulsiones del miedo.
Una civilización no le cierra la puerta a un huérfano que trata de empezar una nueva vida, como propuso Chris Christie, gobernador de Nueva Jersey. Ni aplica exámenes religiosos a las víctimas del fanatismo, como quiere hacer Ted Cruz, senador por Texas, para permitirles inmigrar. Decir que los no cristianos no merecen recibir albergue en Estados Unidos sólo alimenta los discursos de reclutamiento del Estado Islámico. Y también el miedo.
Mirar hacia adentro
Más miedo que una víctima sin hogar de una guerra salvaje debería causar un desquiciado armado con un rifle en una universidad. ¿Y si al menos el proceso de investigación que se aplica a los que buscan refugio se usara también para detectar estadounidenses inestables que quieren comprar armas en el centro comercial?
Una gran crisis, como la que está viviendo el mundo, puede actuar como filtro valioso, una selección que separe a los verdaderos líderes del resto, a los valientes de los cobardes. Hollande, que ha sido impresionante más allá de toda expectativa, también ha acusado a quienes agitan el miedo al choque de civilizaciones.
“No estamos enzarzados en una guerra de civilizaciones, pues esos asesinos no representan ninguna civilización -afirmó-. Estamos en guerra contra el terrorismo, el yihadismo, que amenazan al mundo entero.”
Estos terroristas y su mortíferamente torcida práctica religiosa se amparan en su interpretación de los dichos de un libro sagrado para hacer cosas terribles. Hoy en día son condenados por todo el mundo, salvo por un puñado de naciones. Y están destinados a la perdición, como lo están todas las ideologías que promueven el odio, pues la civilización es más sustentable que una secta que adora el suicidio.