Por Abrehu Carlos
27 Marzo 2016
George Bush llegó a Buenos Aires cuando aún resonaban los ecos del golpe de Estado liderado por el coronel carapintada Mohamed Alí Seineldin, que había estallado el 3 de diciembre de 1990. El presidente, Carlos Menem, ordenó una dura represión que acabó con la conjura. Por su desenlace pasó a la historia como la última rebelión militar del siglo XX.
Su antecesor radical, Raúl Alfonsín, enfrentando graves problemas económicos, pudo conservar el poder político en manos civiles, ante tres sediciones: Semana Santa de 1987, enero y diciembre de 1988. Aldo Rico y Seineldin emergieron como cabezas visibles de esas acciones.
Alfonsín removió el avispero castrense con el juicio que condenó a las Juntas Militares, un hecho inédito en la vida política y que desató un debate aún inconcluso.
Las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, los indultos a militares y policías procesistas, su anulación posterior y los juicios a los represores forman parte del legado que heredó el régimen democrático.
En esa permanente revisión del pasado, al histórico reclamo de familiares de las víctimas del terrorismo estatal, se suman ahora los de los parientes afectados por la acción de las organizaciones guerrilleras.
Lo concreto es que Alfonsín y Menem, pese a sus contradicciones, obraron para robustecer la autoridad democrática en una Argentina convulsionada.
Inicio violento
La agenda oficial del último mes de 1990 se abría con la visita de Bush. Venía a Buenos Aires luego de 30 años de ausencia de mandatarios norteamericanos. Aterrizó el día 5.
Arturo Frondizi fue anfitrión de Dwight Eisenhower en 1960, como antes lo había sido Agustín P. Justo de Franklin Roosevelt en 1936.
Bush llegaba para respaldar a la administración de Menem, tras su viraje a la economía de mercado.
La inflación no había sido domada y los reclamos sindicales se hacían sentir. A todo esto, en Tucumán la pugna entre los ex convencionales constituyentes del bussismo con el juez Juan Carlos Tártalo sobre la validez de la Constitución del 90 alimentaba la controversia pública.
Todo cambió el lunes 3, cuando un alzamiento militar conmocionó a Buenos Aires. Menem ordenó reprimir a sangre y fuego el golpe de Estado.
Crónicas de la época dan cuenta de un impresionante despliegue de la maquinaria militar y de recios choques armados. Detallan incluso que hubo el montaje de lanzacohetes a 100 metros de la Casa Rosada, una escena que no se repetía desde los bombardeos del 16 de junio de 1955. Oficialmente se informó que hubo 13 muertos y 350 heridos, en su mayoría miembros de las Fuerzas Armadas.
Seineldín, en principio, negó que fuera el conductor de la rebelión, pero luego en una carta difundida desde el regimiento de San Martín de los Andes, reconoce ser el inspirador de los amotinados. Allí se encontraba cumpliendo un arresto militar. Uno de sus colaboradores, el mayor Hugo Abete, negó el carácter golpista del movimiento, pero planteó que Seineldin encarnaba la conducción natural del Ejército.
En realidad, el ex combatiente de Malvinas se sentía defraudado por las actitudes de Menem. El riojano archivó la promesa del Ejército nacional, aunque hizo algunas concesiones a ese sector.
Sin embargo, los carapintadas discrepaban con las políticas de Menem, a quien tildaron de agente del imperialismo. Después del fracaso, el nacionalismo extremista sólo tendría expresión política (a través del Modin de Aldo Rico) y no militar, apuntó Marcos Novaro.
Fuera de la razón
Los corresponsales de LA GACETA en el noroeste consignaron que reinó tranquilidad en la región. En esta ciudad, en tanto, igual clima se vivió en el Comando de la V Brigada de Infantería.
Son traidores, gente al borde de la pérdida de la razón. Con esos conceptos, el comandante de la unidad, general Carlos María Zabala, calificó a los carapintadas. Aseguró que el Ejército se insertaba en la Constitución y en el marco de las instituciones. Justificó la represión militar a otros militares en la ejecución de una orden del comandante en jefe de las Fuerzas Armadas.
Paralelamente, el gobernador José Domato, el intendente Raúl Martínez Aráoz y los cuerpos legislativos repudiaron lo acontecido.
Bush se fue del país con la situación normalizada y con Menem atado al plan Brady para atender la deuda externa.
Su antecesor radical, Raúl Alfonsín, enfrentando graves problemas económicos, pudo conservar el poder político en manos civiles, ante tres sediciones: Semana Santa de 1987, enero y diciembre de 1988. Aldo Rico y Seineldin emergieron como cabezas visibles de esas acciones.
Alfonsín removió el avispero castrense con el juicio que condenó a las Juntas Militares, un hecho inédito en la vida política y que desató un debate aún inconcluso.
Las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, los indultos a militares y policías procesistas, su anulación posterior y los juicios a los represores forman parte del legado que heredó el régimen democrático.
En esa permanente revisión del pasado, al histórico reclamo de familiares de las víctimas del terrorismo estatal, se suman ahora los de los parientes afectados por la acción de las organizaciones guerrilleras.
Lo concreto es que Alfonsín y Menem, pese a sus contradicciones, obraron para robustecer la autoridad democrática en una Argentina convulsionada.
Inicio violento
La agenda oficial del último mes de 1990 se abría con la visita de Bush. Venía a Buenos Aires luego de 30 años de ausencia de mandatarios norteamericanos. Aterrizó el día 5.
Arturo Frondizi fue anfitrión de Dwight Eisenhower en 1960, como antes lo había sido Agustín P. Justo de Franklin Roosevelt en 1936.
Bush llegaba para respaldar a la administración de Menem, tras su viraje a la economía de mercado.
La inflación no había sido domada y los reclamos sindicales se hacían sentir. A todo esto, en Tucumán la pugna entre los ex convencionales constituyentes del bussismo con el juez Juan Carlos Tártalo sobre la validez de la Constitución del 90 alimentaba la controversia pública.
Todo cambió el lunes 3, cuando un alzamiento militar conmocionó a Buenos Aires. Menem ordenó reprimir a sangre y fuego el golpe de Estado.
Crónicas de la época dan cuenta de un impresionante despliegue de la maquinaria militar y de recios choques armados. Detallan incluso que hubo el montaje de lanzacohetes a 100 metros de la Casa Rosada, una escena que no se repetía desde los bombardeos del 16 de junio de 1955. Oficialmente se informó que hubo 13 muertos y 350 heridos, en su mayoría miembros de las Fuerzas Armadas.
Seineldín, en principio, negó que fuera el conductor de la rebelión, pero luego en una carta difundida desde el regimiento de San Martín de los Andes, reconoce ser el inspirador de los amotinados. Allí se encontraba cumpliendo un arresto militar. Uno de sus colaboradores, el mayor Hugo Abete, negó el carácter golpista del movimiento, pero planteó que Seineldin encarnaba la conducción natural del Ejército.
En realidad, el ex combatiente de Malvinas se sentía defraudado por las actitudes de Menem. El riojano archivó la promesa del Ejército nacional, aunque hizo algunas concesiones a ese sector.
Sin embargo, los carapintadas discrepaban con las políticas de Menem, a quien tildaron de agente del imperialismo. Después del fracaso, el nacionalismo extremista sólo tendría expresión política (a través del Modin de Aldo Rico) y no militar, apuntó Marcos Novaro.
Fuera de la razón
Los corresponsales de LA GACETA en el noroeste consignaron que reinó tranquilidad en la región. En esta ciudad, en tanto, igual clima se vivió en el Comando de la V Brigada de Infantería.
Son traidores, gente al borde de la pérdida de la razón. Con esos conceptos, el comandante de la unidad, general Carlos María Zabala, calificó a los carapintadas. Aseguró que el Ejército se insertaba en la Constitución y en el marco de las instituciones. Justificó la represión militar a otros militares en la ejecución de una orden del comandante en jefe de las Fuerzas Armadas.
Paralelamente, el gobernador José Domato, el intendente Raúl Martínez Aráoz y los cuerpos legislativos repudiaron lo acontecido.
Bush se fue del país con la situación normalizada y con Menem atado al plan Brady para atender la deuda externa.