La única realidad: menos vuelos

La privatización de Aerolíneas Argentinas representó una de las estafas más escandalosas de la historia argentina. Ese proceso se inició en noviembre de 1990, cuando la española Iberia abonó 263 millones de dólares cash y 2.000 millones en bonos de la deuda externa pagados al 16% de su valor. Tres detalles: 1) la valuación de mercado de la empresa era de 623 millones de dólares; 2) el Estado nacional se hizo cargo del pasivo de la compañía; 3) Iberia inscribió ese desembolso como parte de la deuda de la propia Aerolíneas, así que la operación ni siquiera quedó registrada como una inversión. Ante semejante desfalco, el diputado Moisés Fontenla presentó un recurso de amparo pidiendo que se suspendiera la licitación y un juez, Oscar Garzón Funes, le dio la razón. Fue el desencadenante de otro capítulo vergonzoso, esta vez en el plano político y judicial. En cuestión de horas -un viernes a la tarde, previo a un fin de semana largo-, sin que la causa hubiera pasado por cámaras intermedias, la Corte Suprema dictó un per saltum, mecanismo que dejó sin efecto el fallo de Garzón Funes y le dio luz verde a la venta de Aerolíneas. Fue una de las decisiones que explican cómo funcionaba la mayoría automática menemista de la Corte y llevó la firma de Ricardo Levene (h), Enrique Petracchi, Rodolfo Barra (ideólogo de la maniobra), Mariano Cavagna Martínez, Julio Nazareno y Eduardo Moliné O’Connor. Sólo se opuso Carlos Fayt. Pasaron casi 30 años, en los que Aerolíneas fue objeto de toda clase de desguaces y no estuvo lejos de desaparecer. Cuando se habla con tanta liviandad de Aerolíneas Argentinas siempre conviene conocer desde dónde -y cómo- viene la compañía.

Cuando un negocio deja de ser redituable el empresario no lo piensa dos veces: lo cierra. Es lo que acaba de hacer Latam con las rutas Tucumán-Santiago de Chile y Tucumán-San Pablo. No hay que darle muchas vueltas al tema, es una cuestión de costos. Si los planetas de la economía vuelven a alinearse los tramos operarán otra vez. Esa es la diferencia con una línea aérea de bandera, cuya razón de ser se rige por distintos parámetros y responde a la pregunta: ¿para qué queremos una Aerolíneas estatal?

Este es el punto en que conviene recordar que la principal misión de un Gobierno no es mantener las cuentas en orden, sino garantizar los derechos de los ciudadanos. Si los números cierran mientras la sociedad vive en el desamparo hay un notorio error de funcionamiento. Para eso sirve, entre otras razones, una aerolínea de bandera: para operar rutas de las que una firma privada no se hace cargo porque, sencillamente, no le conviene. Para conectar ciudades, que de otro modo, saldrían del mapa de la aeronavegación comercial. Para que esos ciudadanos, en síntesis, no queden excluidos.

La extensa introducción referida a la privatización de Aerolíneas apunta a refrescar memorias. Es una firma en extremo compleja, castigada por un déficit de caja histórico, inserta en un mercado competitivo, pero a la vez pendular a causa de las recurrentes crisis económicas, y difícil de administrar desde el momento en que numerosos gremios se superponen al momento de aglutinar la masa de trabajadores. Desde que fue reestatizada, en 2008, se abocó a un proceso de modernización que no le sale barato al Estado. Y en la coyuntura, cuando aparecen las huelgas, la opinión pública se inclina por subrayar estos aspectos. Es lógico, siempre que se deciden medidas de fuerza que afectan a los usuarios quienes paran son los malos de la película. De allí a la idea de otra privatización -como lo insinuó el presidente Macri y lo desmintió la gobernadora Vidal- no hay muchos pasos.

Para la Provincia, la decisión de Latam es un golpe. La conexión con Chile y con Brasil fue una cucarda que el gobernador Manzur y su gabinete se colgaron orgullosamente en la solapa. El hecho de haber publicitado estas rutas como un logro propio se convierte en un bumerán: lo que el Gobierno tucumano ganó ahora lo pierde. Que el presidente del Ente de Turismo, Sebastián Giobellina, haya dado la mala noticia es sintomático y no aporta claridad, porque a fin de cuentas termina borrándose la frontera entre lo público y lo privado. ¿Quién es vocero de quién?

Hace unas semanas Andes había anunciado la cancelación de la ruta Tucumán-Buenos Aires, también por una cuestión de costos. Quedan como único vuelo internacional regular el Tucumán-Lima (¿hasta cuándo?) y los servicios de cabotaje con la capital. De las low cost que están metiendo la nariz en el negocio apenas llegó Flybondi y el promocionado hub de Avianca sigue en los papeles. La remodelación de la terminal de Cevil Pozo, promocionada con un maravilloso render, quedó en veremos. Afortunadamente se concretaron las obras en la pista del “Benjamín Matienzo”, imprescindibles sobre todo para la operación de aviones de carga.

Volvemos entonces a Aerolíneas, tan castigada y siempre en el ojo de la tormenta. Las huelgas se repetirán el lunes, como una contribución al malestar social potenciado en Buenos Aires por las medidas de seguridad que rodearán la cumbre del G-20. Habrá 375 vuelos perjudicados, incluidos -claro- los que van y vienen de Tucumán. Eso representa a mucha gente enojada con Aerolíneas. En esta clase de circunstancia cuesta mucho más mirar el cuadro en su totalidad y separar los tantos: una cosa es la compañía y otra la pericia o impericia de quienes la administran, y los intereses de sus trabajadores. Deshacerse de Aerolíneas fue, a la luz de la historia, una pésima decisión. Imaginemos por un momento el escenario actual sin la compañía de bandera, en manos privadas y decidida a discontinuar rutas y frecuencias por motivos económicos. ¿Con cuántos vuelos diarios se quedaría Tucumán?

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