El riesgo de banalizar las dictaduras

El poeta de la patria está muerto. Ha sido un desenlace horrible, una agonía brutal reflejada en la posición del cuerpo: doblado sobre sí mismo en el piso de un recreo llamado “El Tropezón”. Hasta allí llegó Leopoldo Lugones para darle el corte final a su vida. Ha mezclado cianuro de potasio con whisky, pero no contaba con el engaño del farmacéutico. La estafa con el veneno -recibe una cantidad menor a la que había pagado- lo condena a un sufrimiento atroz. En ese irrelevante cuartito de una posada, tan sofocante como un verano en el delta del Tigre, Lugones se despide suplicándole a la posteridad que lo exilie en el olvido. Pilar intelectual del primer golpe militar, sostén filosófico y think tank del quiebre del Estado de Derecho, Lugones se suicida atormentado por la pena de un amor imposible y la certeza de un error mayúsculo que no tiene vuelta atrás. Dentro de poco, el 6 de septiembre, se cumplirán 90 años a contar desde el día en que la Argentina cambió para siempre. Ese primer golpe.

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Lugones empezó siendo nuestro Víctor Hugo y terminó convertido en nuestro Gabriele D’Annunzio. Socialista de joven, fascista en la madurez, desencantado de todo en el epílogo. Hay un día clave, la anatomía de un instante. El 9 de diciembre de 1924 celebran en Perú el centenario de la batalla de Ayacucho y Lugones, el más prestigioso de los escritores latinoamericanos, es uno de los invitados. Su discurso deconstruye la idea de la Argentina secular y liberal soñada por Alberdi y por Sarmiento. Decreta el fin de la democracia y afirma que ha llegado “la hora de la espada”. Es la hoja de ruta que José Félix Uriburu despliega para derrocar a Hipólito Yrigoyen en 1930.

Lugones entrega su pluma al servicio de los golpistas, la entente cívico-militar que ocupa la Casa Rosada, y escribe en la proclama: “El Ejército y la Armada de la Patria, respondiendo al calor unánime del pueblo de la Nación y a los propósitos perentorios que nos impone el deber de argentinos en esta hora solemne para el destino del país, han resuelto levantar su bandera para intimar a los hombres que han traicionado en el gobierno la confianza del pueblo y de la República el abandono inmediato de los cargos, que ya no ejercen para el bien común, sino para el logro de sus apetitos personales”.

Cuando el general Uriburu se mira al espejo cree ver reflejada la efigie de Benito Mussolini. Pero la Argentina militarizada y corporativa con la que sueñan él y Lugones es una pompa de jabón que estalla entre los dedos de otro general, Agustín P. Justo. El golpe termina alumbrando una democracia fraudulenta, corrupta y tutelada que el periodista José Luis Torres denomina “década infame”. Lugones entiende, tarde, que pasó de ideólogo a herramienta. Fue usado y descartado.

“¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte...!”, escribe Sarmiento en su obra cumbre. Otra sombra terrible se eleva sobre Lugones y perseguirá a su estirpe como una maldición.

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El 6 de septiembre de 1930 gobernaba la provincia el monterizo José Sortheix, un hijo de la generación del Centenario que alcanzó el sillón de Lucas Córdoba galopando a caballo del yrigoyenismo. Elegido dos años antes, sucesor de la ordenada administración de Miguel Campero, le tocó lidiar con el crac del 29, cimbronazo global en un mundo no globalizado, tanto que la caída de Wall Street afectó a la industria azucarera. Sortheix no la tuvo fácil, como no la tuvo fácil el Presidente de la Nación.

La historia del azúcar en Tucumán puede leerse también como la historia de una crisis cíclica y, por consiguiente, interminable. Sortheix era un reconocido defensor de la diversificación productiva y apuntaba que el monocultivo de caña tenía fecha de vencimiento. El Tucumán exclusivamente azucarero era, para Sortheix, social y económicamente inviable. Nunca consiguió acomodarse del todo en el Gobierno y tras el golpe que persiguió y machacó todo vestigio de yrigoyenismo vivió tiempos complicados. El futuro lo encontró abrazado a otra de sus pasiones: la academia. Llegó a ser rector de la UNT y murió en 1954, casi un cuarto de siglo después de la fatal asonada.

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La pandemia dejó en un segundo plano, inadvertido, otro aniversario redondo. El 16 de junio se cumplieron 65 años un gran atentado terrorista de la historia nacional. El bombardeo a la Plaza de Mayo dejó un saldo jamás precisado de muertos: un piso de 300, un techo de 350. Lo mismo con los heridos: un piso de 600, un techo de 1.000. Hombres, mujeres, niños, niñas. Como en los atentados a la embajada de Israel y a la AMIA: argentinos que se encontraban en el lugar y en el momento de la fatalidad. Por ejemplo, en aquel mediodía del 55, tomando un tranvía, comprando el diario o lustrándose los zapatos al paso.

Es el preludio de otro aniversario redondo que se viene en septiembre, el 16: los 65 años del golpe contra el peronismo. La “Libertadora”, eufemismo propio de quienes se acostumbraron a quebrar el orden institucional. Por eso la del 66 fue la “Revolución Argentina” o el del 76 el “Proceso de Reorganización Nacional”.

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Puede que estas efemérides, por lo general destacadas con entusiasmo y olvidadas en cuestión de segundos, sirvan para reflexionar. Por mala fe, o por ignorancia, o por conveniencia, o por un poco de todo esto, hay conceptos que se banalizan hasta vaciarlos de contenido. Dictadura es uno de ellos.

De repente se puso de moda afirmar, con absoluta naturalidad, que “vivimos en dictadura (o infectadura)”. Cuando los memes y las consignas de Whatsapp se transforman en una corriente de opinión pública vale el esfuerzo de poner las cosas en su lugar. Por respeto a la historia, al ABC del orden constitucional, al lenguaje y al sentido común. De lo contrario, los golpes militares y las consiguientes dictaduras quedan licuados en un pasado difuso y cuestionable. Los jóvenes que, afortunadamente, no vivieron en dictadura, necesitan aprender de qué va el fin del Estado de Derecho. Al resto habría que refrescarle la memoria, ya que estamos, para que recuerden, por culpa de una dictadura que empieza a cumplir 90 años, cuál fue el destino de ese enorme luchador del campo popular que fue Hipólito Yrigoyen.

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Charly García les dedicó una preciosa canción a los que no pueden más y se van. Hojas muertas que caen. Lugones -como Horacio Quiroga, como Alfonsina Storni, como Alejandra Pizarnik- lleva el imaginario caño a la sien apretando bien las muelas. Su hijo, también llamado Leopoldo, el comisario torturador, entusiasta usuario de la picana eléctrica, también se suicidará. Su nieta Pirí será secuestrada y desaparecida por otra dictadura. La sombra terrible que se cierne, como una nube, sobre el poeta.

“Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría”, escribe Borges (“A Leopoldo Lugones”).

¿Cuál fue la ultima visión de Lugones? Difícil que se trate del mar en primavera que imaginaba Charly García. Tal vez, de refilón, como un susurro, Lugones atisbe el amor imposible y anhelado. Pero no hay forma de que haya escapado del monstruo que ayudó a crear y convive, en su legado, con las extraordinarias páginas de “Las fuerzas extrañas”.

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