Oportunidades perdidas por impericia y ambición

El conflicto con el campo se podría repetir. El conflicto con el campo se podría repetir.

Vivir en Argentina agota. A la inseguridad, a la incertidumbre que impide planificar a largo plazo, a la irresuelta pobreza -por nombrar apenas tres elementos de un inmenso rosario de problemas- se suma el carácter cíclico y enfermizamente repetitivo de nuestra historia reciente. Si repasamos algunos de los titulares más importantes que publicó la prensa estos días, da la impresión que estamos realizando un viaje en el tiempo: las crisis inflacionarias de otras décadas, la pelea entre el Gobierno con los productores agropecuarios en 2008, los recurrentes problemas en el suministro de combustible, el temor a un posible faltante de gas para las industrias son algunos hechos del pasado que parecen haberse transformado en amenazas del presente. A causa de la impericia política, del egoísmo y de la ambición de los dirigentes, hechos que deberían haber quedado para el registro de la historia vuelven una y otra vez a entorpecer la vida de los argentinos. Restan expectativas y, cada vez en más casos, alimentan el deseo de emigrar en busca de tierras en las que a cambio del desarraigo se otorgue algo tan sencillamente valioso como la previsibilidad.

Todo indica que, una vez más, Argentina dejará pasar por delante el elefante de las oportunidades sin hacer nada por retenerlo o -mucho peor aún- haciendo todo lo posible por quedar al margen de los beneficios. La infame invasión de la Rusia de Vladimir Putin a Ucrania generó ciertas condiciones globales de las cuales el país podría sacar provecho. Sin querer restarle importancia a la sanguinaria obsesión del presidente ruso -de la que nos vamos a ocupar más adelante- no podemos dejar de analizar el contexto que genera para nuestro país.

La escalada en los precios internacionales de los commodities a raíz de la guerra es una buena noticia: exportamos diversas materias primas (como la soja y sus derivados, entre otras cosas) y esta coyuntura debería propiciar un ingreso mayor de divisas. Pero acá parece ocurrir lo contrario a lo que la lógica indicaría: en vez de promover y facilitar las exportaciones, el Gobierno parece empeñado en pisar al agro cada vez con más fuerza. El anuncio inesperado del cierre de las exportaciones de harina y de aceite de soja, y la posibilidad cierta de un incremento en las retenciones para estos productos constituyen una especie de déjà vu inquietante: la ambición desmedida de una administración sedienta de dólares -y con una enorme carga ideológica- pone en alerta a un sector que ya demostró su fuerza en las rutas hace 14 años. El argumento del Gobierno es “no les vamos a subir las retenciones a los productores sino a los exportadores”. En otras palabras, quieren convencer a la opinión pública de que esta no es una medida contra el que siembra (que ya paga un 33% de retenciones), sino contra el que realiza las operaciones comerciales en el exterior (paga 31% y pasaría a tributar 33%).

Pero los hechos derriban ese relato: los productores no exportan, sino que venden su producción al exportador, que la procesa (transforma el poroto de soja en harina, aceite y otros derivados) y la comercializa afuera. Por lo tanto, si al exportador le suben las retenciones, pierde capacidad para comprar la materia prima. En consecuencia, cuando reciba la producción de un sojero del este tucumano (por poner un ejemplo) le pagará menos dinero por cada tonelada ¿Qué incentivo tendrá ese hombre de campo para vender la cosecha? ¿Por qué se condena al sector más dinámico de la economía argentina a invertir y a producir sin reglas claras ni previsibilidad? (Como si fuera poco, no hay que olvidar que todo esto ocurre en pleno debate parlamentario por el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y con un Gobierno profundamente dividido, pero ese es un tema que seguramente requiere otro análisis.)

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En este contexto signado por la guerra, la necesidad de importar gas pone al país en otro aprieto. El incremento en los precios internacionales que disparó el conflicto hace que se deba pagar varias veces más que lo que se abonaba en 2021 por traer el hidrocarburo a nuestras tierras. Pero hay otro costo: el de la oportunidad perdida. Si bien nuestro país siempre importó gas, eso no quiere decir que no tenga reservas (de hecho, existe Vaca Muerta). El problema es que para que la producción se incremente de forma sostenida es necesario que haya reglas claras y eso, en estas comarcas, es una quimera. Atrasos tarifarios, subsidios y otros factores nos condenan a ser importadores crónicos. Ojo, esto no siempre fue así. Matías Surt, economista y profesor de la UBA, explica que entre 2016 y 2019 hubo un aumento del 20% en la producción y que en 2019 se llegaron a hacer cuatro exportaciones, es decir, el proceso inverso al que nos estamos refiriendo. Pero aquello quedó en el pasado. Y ese pasado no vuelve.

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El pasado que sí regresa está conformado por una de las inflaciones más altas del mundo, por plantas petroleras bloqueadas por sindicatos, por escuelas sin clases a causa de problemas edilicios, por amenazas de restricciones a frigoríficos que no cumplan con los planes del Gobierno, por controles de precios, por las patotas culturales e ideológicas que persiguen y señalan al que piensa distinto, por la omnipresente corrupción, por un Estado cada vez más grande y deficitario, por la recesión, por la emisión, por las grietas insalvables entre el presidente y su vice... Cada una de estas situaciones constituye una postal de la historia reciente argentina. Pero también son problemas que, en pleno 2022, condicionan otra vez la vida de los argentinos.

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En la película “Don’t look up” (“No mires arriba”), de Adan McKay, la sociedad estadounidense queda dividida por un motivo tan simple como atroz: un sector (ligado al poder político) dice que no hay que mirar hacia arriba mientras que sus rivales proponen lo contrario. La causa de la grieta es la llegada de un meteorito que va a destruir el planeta. Unos se esfuerzan por negar lo evidente y otros se desesperan por torcer esa voluntad suicida. El filme, protagonizado por Leonardo DiCaprio y por Jennifer Lawrence, nos interpela como sociedad. Sin demasiado esfuerzo es posible adaptar la trama a muchísimas situaciones que ocurren en Argentina, entre ellas, las posturas respecto de la guerra entre Rusia y Ucrania. Mientras la masacre que está cometiendo Putin horroriza cada día un poco más, hay un sector altamente ideologizado de la dirigencia argentina, pero muy bien ubicado en los sillones del poder que insiste en negar lo innegable. Al mejor estilo del personaje encarnado por Meryl Streep, recurre a la retórica y a la puesta en escena para intentar trasladar las culpas de la injustificable invasión rusa a Estados Unidos, a la OTAN y a la mismísima Ucrania, que está siendo devastada por los bombardeos.

Mientras tanto, el argentino de a pie observa cómo su vida está cada vez más condicionada por crisis que en vez de haberse quedado en la historia se empeñan en revivir una y otra vez. Es un pasado que regresa a nosotros como un déjà vu interminable.

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