
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El miércoles el calor era insoportable. Nada especial. Es la normalidad que viven los tucumanos. Al mediodía, ella daba vueltas. Parecía ensañada con los mostradores. Específicamente con dos de las empleadas de Aerolíneas Argentinas que no podían despachar con comodidad porque una de sus manos era fundamental para espantarla. La mosca persistía casi como si estuviera jugando a la “pilladita” o a “las escondidas”. Estaba en su mundo. Desde arriba, pegados a la pared miraban para otro lado dos inmensos aire acondicionados. “¿No funcionan?”, preguntó uno de los pasajeros y recibió como respuesta un desplante casi mileista de alguien que se sacaba la mosca de encima: “¿Y usted, qué cree?”
Cerca de la escena descripta deambulaban funcionarios que estaban organizando la movida que iba a ocurrir al día siguiente. Finalmente, llegó el jueves y pomposamente autoridades nacionales y provinciales se abrazaron, sonrieron y anunciaron las obras que se harían en el Aeropuerto Benjamín Matienzo para que de una vez por todas deje de “chirrear” la cinta que acerca la valija a los pasajeros que acaban de llegar.
El gobernador Osvaldo Jaldo y el presidente del Ente de Turismo, Domingo Amaya fueron el megáfono del anunció oficial. Sonreían. Igual que alguna vez lo hicieron Julio Miranda, José Alperovich y Juan Manzur cuando contaban que se iba a mejorar el aeropuerto y que los tucumanos se iban a sentir orgullosos de esas instalaciones. En el camino quedó la ilusión de que iba a ser César Pelli, aquel egregio tucumano que desparramó su arquitectura por el mundo. Así lo confirmó el actual senador Manzur en algún momento.
En la época en la que el petrolero Miranda estaba sentado en el sillón de Lucas Córdoba nos ilusionamos con que Tucumán iba a tener dos mangas para que no se mojaran los pasajeros. Poco tiempo después se inaugura esa misma manga en otro aeropuerto de la Patagonia.
Lo descripto son los anuncios más promocionados y más llamativos que quedan rebotando en la memoria. Todos se hicieron con el discurso de fondo de los privilegios que tenía Tucumán por hacer lo que decía la Casa Rosada. Miranda presumía de que su ministro de Economía Alperovich era radical y por lo tanto tenía beneficios de la Alianza. Alperovich estaba de rodillas ante Eduardo Duhalde y ante los Kirchner. Llegó a hacer que la Legislatura nombre a un vocal de Corte y luego lo saque en 24 horas sólo porque no le gustaba a Néstor. Y en el caso de Manzur, él decía que su relación cancilleresca con sus amigos Cristina y Alberto aseguraban que Tucumán era la nena mimada de la Argentina. Jaldo en sus dos años de gobernador interino se cansó de repetir cuán importante era que Juan fuera miembro del gabinete de la Nación. La mosca del miércoles destruyó esos argumentos. Los puentes caídos y las autopistas de humo también desmienten aquellos fundamentos.
En estas épocas en las que la verdad como otras cosas han perdido valor, los anuncios están en franca devaluación y los lobbies, también. ¿Será por eso que el gobernador de la Provincia sigue sin cubrir el cargo de representante de la provincia en la Casa de Tucumán? Por ahora, de eso no se habla.
Por lo general los anuncios se hacen en nombre de las necesidades de los ciudadanos pero los intríngulis burocráticos y partidarios desmienten también eso y se convierten en demagogia. Con el acueducto de Vipos pasaría algo por el estilo. Estaban listas las licitaciones para empezar, pero algo pasó en el camino y después de anunciar la obra de nuevo, se dio de baja y se volverá a licitar otra vez. Los ciudadanos deberán esperar dos años más, como mínimo.
El karma
“En algunas religiones de la India, energía derivada de los actos de un individuo durante su vida, que condiciona cada una de sus sucesivas reencarnaciones, hasta que alcanza la perfección”. De esa manera define la palabra karma el diccionario de la Real Academia Española.
Cada vez que en Tucumán se enjuicia a un magistrado judicial, se renueva un karma, respecto de si el procedimiento de destitución se resuelve por razones republicanas sanas dirigidas a la mejor administración de justicia, o si ellas se ajustan a motivaciones torcidas que se buscan esconder tras el velo de justificaciones falaces.
En estos días, este karma se ha hecho otra vez presente, con motivo del juicio político a la jueza Carolina Ballesteros, cuyo devenir anticipa que el resultado más probable sería su destitución. No otra cosa cabe esperar de inquisidores interesados más en el ambiente de trabajo -el que por hostil que sea debería dar lugar a un reproche disciplinario-, que en el concreto buen o mal desempeño de la misión constitucional asignada a la acusada, o en eventuales conductas graves incompatibles con la confianza e imparcialidad que es dable esperar de la magistratura.
Pensando si este karma admite arrepentimientos o cambios en la vida institucional vale la pena revisar el pasado. No hace mucho, Juan Heller, aquel recordado presidente de la Corte provincial, multó a un legislador porque al entrar a su despacho no se había quitado el sombrero. En la biografía de Heller, Carlos Páez de la Torre cuenta esa anécdota y precisa que el legislador terminó abonando un peso por la descortesía. Cuando éramos chicos a los jueces los envolvía un manto de ética intachable e indudable. No podían ir al Casino para entrar en difíciles tentaciones, tampoco podían ejercer el comercio o tener algún emprendimiento por el estilo, también para preservar su ética y su equidad. Con esa vara se podía justificar la destitución del juez Orlando Stoyanof, quien no pudo controlar su temperamento fuera del Palacio y descargó su bronca contra un transeúnte.
Es decir no fue puesto en consideración de los juzgadores y de los legisladores acusadores el desempeño del magistrado con la toga puesta. Ese parece ser el criterio que le espera a Ballesteros.
Pobres los legisladores -y los juzgadores- que no pueden evitar esa energía cuando alguna fuerza política los impulsa. Pareciera que la inconducta o los procederes incorrectos de los togados sólo son visibles cuando no hay padrinazgos. Hace unos años, los tucumanos escucharon una grabación del entonces vocal de la Corte Daniel Leiva. En ella le sugería a un magistrado (Enrique Pedicone) actuar de una determinada manera en una causa en la que estaba acusado el legislador Ricardo Bussi. Tan grave acción de un hombre del Máximo Tribunal sólo carreteó en pista. Jamás alzó vuelo. Se archivó sumariamente en base a tecnicismos leguleyos que olvidaron que el juicio político no es un proceso penal.
Cosas de este karma que mantiene la duda existencial. Aunque, a medida que las sucesivas reencarnaciones se suceden, se va perfeccionando la convicción de que el resultado del enjuiciamiento no depende de la prudente discrecionalidad en la imperfecta búsqueda humana de la verdad y de la justicia, sino que reposa en la “cara del cliente”, según sea o no amigo del poder político de turno. De lo que no se puede dudar es que, a juzgar por los antecedentes, se podría arriesgar que sería mejor para las instituciones que la decisión dependiera del inescrutable azar.
Apuestas fuerte
Decisiones como esas en las que la prioridad es el interés personal o partidario y no la conducta que une a la sociedad, son los granitos de arena que empoderaron a Javier Milei. Precisamente, el Presidente carga también su karma. Febrero ha sido, hasta ahora, un mes oficialista, donde el gobierno nacional ha demostrado que aún en minoría, es capaz de manejar el Congreso. Milei se fortalece y los gobernadores se subordinan o debilitan porque se ven obligados a negociar con él. Sin embargo, como otras veces, sus logros políticos son interrumpidos por una energía que le impide tomar conciencia del saco que calza y arriesga su investidura desbocándose. La prudencia debería ser una condición fundamental para cualquier funcionario.
Mientras el Presidente se enredaba innecesariamente en la madeja de las criptomonedas dándole letra a una oposición descuajeringada, en el Congreso se hicieron apuestas políticas fuertes. El mayor apostador fue el Partido de la Justicia Social del ex intendente Germán Alfaro. Fue la senadora Beatriz Avila, una de los nueve senadores que estamparon su firma para dar dictamen a la designación de Ariel Lijo como vocal de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. No es una designación más, ese es uno de los atributos y responsabilidades trascendentales que tienen los senadores de la Nación. A posteriori, la senadora Sandra Mendoza comprometió su voto en favor de LIjo y también habilitó el tratamiento de “Ficha limpia”. ¿Y el senador Manzur? Sigue en silencio.