¿Hay derecho a violar el derecho contra el que violó el derecho?

Hay que salir del pensamiento binario para poder abordar la tragedia institucional de Bolivia más allá de la gritería inconducente que todo lo ajusta a “conservadores golpistas” y “populistas autócratas”. Claro está, la lógica fundada sobre la base de polaridades irreconciliables, como blanco o negro, es indispensable para la creación de grietas políticas y de fracturas sociales. Y, por supuesto, es por definición una lógica depilatoria de la realidad: extirpa todos los matices. Por ende, es reduccionista en extremo. Y en ese reduccionismo, deviene pensamiento ocioso. Todo cuanto ocurra podrá ser encarado sólo con dos variables. En esa ociosidad radica su seducción: hay legiones convencidas de que la complejidad del mundo puede analizarse desde el prosaico “blanco o negro”.

Desde ese pensamiento bipolar, la crisis en el país próximo y prójimo se encara a partir de la discusión “golpe de estado o no golpe de estado”. Y ello, obligadamente, elimina todas las afrentas de una o de otra parte del conflicto.

Una historia deconstituyente

Si la respuesta es simplemente “sí fue un golpe”, queda fuera todo el proceso deconstituyente encarado por Evo Morales. La reforma de la Carta Magna de 2009 inauguró la progresiva pérdida de poder de la Ley de Leyes para ponerle límites al poder. Es decir, comenzó su desnaturalización.

Con esa enmienda se habilitó una reelección consecutiva, que en realidad fueron dos: el primer gobierno de Evo, de enero de 2006 a diciembre de 2009, no fue contabilizado. Luego ganó en las urnas su segundo mandato, que ahora era el primero; y después el tercero, que para entonces era el segundo. Pero no le bastó y convocó en 2016 a un plebiscito para encarar una segunda reforma. El 83% de los bolivianos fue a las urnas: el 51,3% dijo “no”. En lugar de sujetarse a esa voluntad soberana, en 2017 Morales fue al Tribunal Electoral. Y consiguió por esa vía lo que el pueblo le había negado en las urnas: una modificación legal que le permitió disputar un cuarto mandato.

Evo llegó a los comicios del 20 de octubre consciente, estadísticamente, de que quienes se oponían a darle una nueva gestión sumaban la mitad más uno: su necesidad era ganar en primera vuelta, logrando más del 40% de los votos, con una ventaja de 10% sobre el segundo. Pero el escrutinio, con el 80% de avance, mostraba una irremediable tendencia al balotaje, así que se detuvo el conteo durante todo un día. Y cuando se reanudó, Morales había ganado en primera vuelta. La oposición denunció fraude, Morales pidió una auditoría de la OEA y el dictamen confirmó las irregularidades.

Levantan la Biblia, no la Constitución

En el otro extremo, plantear que “no fue un golpe” implica no tener en cuenta que las fuerzas de seguridad de Bolivia dejaron de acatar las órdenes de las autoridades civiles que llegaron al poder a través de las urnas. Que los jerarcas uniformados le “sugirieron” a Evo renunciar, con lo cual la voluntad del ex presidente quedó viciada: tenía discernimiento e intención a la hora de firmar su salida del poder, pero no tenía para entonces ninguna libertad. Es decir, la renuncia no fue voluntaria. Mientras, la oposición organizaba levantamientos en ciudades y emprendía una marcha para exigirle a Morales que se fuera del Gobierno, en un clima que parecía incubar una guerra civil.

Los que dieron el golpe de estado levantaron con las dos manos la Biblia, pero no la Constitución. Y no tomaron el poder para restaurar su vigencia plena, sino todo lo contrario. El doctor en derecho Andrés Gil Domínguez repasó algunas de las violaciones a la Ley Fundamental perpetradas por los golpistas. Según el artículo 161 de la Carta Magna boliviana, la Asamblea Plurinacional acepta o rechaza las renuncias del presidente y del vicepresidente, pero aún no trató las de Evo ni de Álvaro García Lineras. En caso de ausencia definitiva del Presidente, la línea sucesoria continúa con el vicepresidente; luego con el titular del Senado y finalmente con el titular de la Cámara de Diputados, según el artículo 169. Todos dimitieron bajo amenaza. Estando vacante la sucesión, la propia Constitución fija que será la Asamblea Plurianacional la que designe a un senador o a un diputado como presidente transitorio, con mandato de convocar elecciones.

Desde el punto de vista de la legalidad constitucional, concluye Gil Domínguez, es a todas luces un golpe de estado. Que en el siglo XXI los golpes de estado no reúnan la totalidad de las características de los derrocamientos clásicos del siglo XX en América Latina no los hace “menos golpes de estado”.

¿Entonces? Entonces la cuestión merece ser abordada sin reduccionismos. Lo de Bolivia es un golpe de estado contra un régimen que devino antidemocrático.

El límite que es una fortaleza

Poner todos los elementos en la formulación del escenario permite salir de la trampa de la dicotomía. La trampa del pensamiento binario es colocar a los interlocutores de uno o de otro lado de la grieta, lo quieran ellos o no. Ante la jibarizada pregunta “¿fue o no un golpe?”, toda respuesta pone automáticamente al que contesta favor de los golpistas de Evo o a favor del régimen fraudulento de Morales. Y esta es, cabalmente, una situación en la que una tercera opción se presenta como valiosa: no estar del lado de ninguno de los dos.

Claro que no tomar partido por uno u otro no exime de hacer un análisis valorativo, por fuera de las ociosidades de la dicotomía, de los sucesos que detonaron el conflicto de la hermana nación.

El politólogo Andrés Rosler lo plantea con una pregunta: “¿Existe el derecho de violar el derecho contra alguien que violó el derecho?”. El interrogante reclama permanecer abiertos para interrogar la historia y el presente, pero sobre todo para delinear el mundo que queremos. Aclarado ello, hay un matiz (benditos sean los matices) para intentar una primera respuesta: el Estado no tiene ese derecho. No debe tenerlo. Es decir, el Estado no puede renunciar a la legalidad. Nunca. Y ese limitante, lejos de ser una debilidad, es su gran fortaleza: el Estado de Derecho es preferible, siempre, porque es el garante de los derechos y las garantías de los ciudadanos. Ese y ninguno más. Ese y no otro. Ese. Cuando un país pierde la razón, el quicio al cual volver es el de la Constitución.

Por eso, el golpe de estado es imperdonable. Este. Y todos los demás.

El Estado de Excepción

Pensar por afuera de las polaridades resulta necesario, también, para advertir que lo opuesto al Estado de Derecho no es, en la modernidad, sólo el Estado autoritario. Hay otra instancia incubándose justo a medio camino entre esos dos extremos. Un páramo que no es democracia, pero que tampoco es dictadura. Una tierra de nadie entre la ley y la anomia. Una realidad en la cual el derecho está vigente, pero, sencillamente, no se aplica. Eso es el Estado de Excepción. No hace falta, aquí, derogar el derecho; ni tampoco crear normas que explícitamente pongan al Gobierno por encima de las leyes. Basta, tan sólo, con no darle ejecutoriedad a lo que las leyes establecen.

El Estado de Excepción sólo es posible cuando toda una sociedad piensa la política con la lógica de las dicotomías. Cuando la única forma de pensar el estado es “democracia o dictadura”, lo que hay por fuera de esos extremos no existe. Precisamente, el Estado de Excepción está invisibilizado para el pensamiento binario: se desarrolla como no existente. Y cuando alguien sospecha de él, se defiende con la excluyente bipolaridad: “si esto no es una dictadura, entonces es una democracia”.

Por eso, el proceso deconstituyente encarado por Evo (una reforma que “descuenta” mandatos; el fallo de un tribunal que anula la letra de la Constitución e ignora un plebiscito; una elección contumaz estragada por el fraude) no tiene atenuantes. Ni ese ni ninguno.

Los conceptos perdidos

Tucumán, por afuera de los maniqueísmos, debería prestarle atención a esa dinámica, porque el escándalo de Tafí del Valle enciende todas las alarmas respecto del Estado de Excepción. La sintaxis de la gravísima situación institucional de esa municipalidad está dada por una grabación en la cual, según afirman los concejales opositores, el intendente Francisco Caliva le ofrece al edil Juan Carlos Rivadeneira dinero en negro, contratos de obras públicas con sobreprecios y cargos públicos en la Municipalidad y en la Legislatura, para que cambie su voto y permita que asuma una mesa de conducción del Concejo Deliberante afín al jefe municipal.

La semántica del oprobio es que el miembro de un poder le ofrece prebendas al integrante de otro poder para que no respete el resultado de las urnas, que lo ungió opositor; y para que no respete el espíritu republicano de la Carta Magna y liquide la división de poderes. Es decir, fraude a la voluntad del pueblo y a la letra de la Constitución. Bolivia también es aquí.

Lo único que disparó semejante desmadre es la activación del Estado de Excepción. Esta semana se conocieron los fundamentos del fallo de la Cámara Penal en la condena por corrupción a Agustín Ruiz, un ex funcionario de Las Talitas que en junio resultó electo concejal. Un audio en el cual se oye al sentenciado pedirles a tres empleados una parte de sus salarios fue considerado por los magistrados como un elemento de prueba incontrastable. En el caso de Tafí del Valle, en cambio, hay una grabación de 40 minutos respecto de la cual nadie hace nada. Legítimamente nada.

En la órbita del Ministerio Público Fiscal, ningún fiscal inició actuaciones de oficio. Esa potestad está vigente, pero, simplemente, no se aplica. En la órbita de la judicatura, la Corte Suprema de Justicia tampoco pidió que se investigue el caso. Ni siquiera apostilló a la Fiscalía de Turno para preguntar si a alguien se le ocurrió hacer algo.

Fuera del poder jurisdiccional, el poder político tampoco hizo nada. El audio con una voz muy parecida a la del intendente menciona reiteradamente al vicegobernador, Osvaldo Jaldo, quien ha negado terminantemente en LA GACETA tener algo que ver. Entonces, el presidente de la Cámara ha sido agraviado y, junto con él, también el Poder Legislativo. Frente a la deshonra, los parlamentarios deberían hacer algo. O más bien, mucho. Podrían comenzar por crear una comisión investigadora, para recabar información de manera oficial, permitir descargos, y pronunciarse. Esa potestad también es norma, pero no se le da ejecutoriedad…

Entre los elementos disvaliosos del Estado de Excepción, uno de los más canallas consiste en hacer perder el contenido de los conceptos. Ese efecto está en su naturaleza: se define por no ser: no es democracia ni tampoco dictadura. Y no sólo es distinto que ambas: también es anulatorio de cada una. Y también ese efecto está en la lógica dicotómica, gracias a la cual pasa inadvertido: en el sistema binario, el “1” no se define por lo que es, sino todo lo contrario: “es 1” porque “no es 0”.

Hay que recuperar el concepto de democracia, en su más plural definición, propia de su naturaleza. Para poder pensarla por fuera de los maniqueísmos. Y, sobre todo, para que sea posible. Porque si el ser de la democracia consiste tan solamente (y tan absurdamente) en no ser dictadura, la democracia es lo que no es. Y el ser no ser, qué tragedia, no es.

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