Los tucumanos quedaron espantados con la muerte de Matías Albornoz Piccinetti. El temor se puede entender por el lugar donde se produjo: en la esquina de 25 de Mayo y Santiago del Estero. Y el estupor, porque en el caso se vieron involucrados estudiantes de un establecimiento que depende de la Universidad Nacional de Tucumán y de colegios privados, es decir, chicos de clase media. Pero en realidad ese hecho sirve para demostrar que los índices de violencia siguen creciendo en la provincia a pasos agigantados y que ya no distingue franjas sociales y lugares.

El problema es que la sociedad no quiere ver esa realidad. Mientras despedían al adolescente, el sábado a la tarde, en el barrio Juan XXIII (“La Bombilla”) se producía un crimen que derivó en una guerra de bandas que dejó un saldo de cuatro personas heridas y varias casas perforadas por las balas. Dicen los policías que el enfrentamiento fue cruento, que las bandas demostraron todo su poder de fuego utilizando ametralladoras y fusiles de asalto. El espanto, en este caso, no fue tan masivo, pese a que ocurrió no muy lejos de Barrio Norte.

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Este caso sucedió cuatro días después de que la Corte Suprema de Justicia de la provincia diera a conocer el informe sobre la cantidad de homicidios ocurridos durante 2015. Las cifras generaron polémica y cuestionamientos innecesarios a los responsables de elaborarlos y a las autoridades del área de Seguridad. Pese a que tiene un año de atraso, ya que el informe debió haberse presentado en 2016, arrojó un dato que no es menor: el 48% de las víctimas de los 105 crímenes conocía a los victimarios, es decir que tenía una relación de amigo, vecino, familiar, pareja o enemigo. El año pasado esa tendencia creció y en 2017 se mató a un chico en la mismísima 25 de Mayo y Santiago.

Y no es que los tucumanos estamos acostumbrándonos a la muerte, sino que la violencia ya forma parte de nuestras vidas. Con sólo caminar por la calle uno puede percibir esa situación. Intentar mover autos a bocinazos , insultar y estacionarse en lugares prohibidos, especialmente en garajes, son actos violentos. Hacer daño, arrojar basura en cualquier lado y buscar la manera de perjudicar al otro, también. Desde hace mucho tiempo que no hay respeto. Primero fue por las normas, y ahora, por la vida. Circular sin casco es un ejemplo mínimo. Andar armado por las calles y apalear a un supuesto ladrón, son otros.

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En casos como estos las reacciones de la sociedad son un buen parámetro. En la conmovedora despedida que le brindaron sus compañeros a Matías, uno de sus líderes pronunció una frase esperanzadora: “la venganza no es lo nuestro, esto se termina acá”. Mientras tanto, los adultos, muchos de ellos padres de chicos que concurren a ese establecimiento, se encargaron de difundir a través de las redes sociales los rostros y datos personales de los sospechosos. Esa es otra manera de hacer justicia por mano propia. Es también es una forma de “matar” (aunque sea socialmente) a otro.

Al poco tiempo de conocerse los resultados de la trágica pelea, hubo una lluvia de críticas contra la Policía por no haber hecho nada por evitar el enfrentamiento. Pidieron además más uniformados para controlar a los miles de estudiantes que se congregan los viernes en la zona sin darse cuenta de que ese movimiento de hombres podría dejar desprotegidos otros sectores de la ciudad. Ahora bien ¿no es preferible que los padres les pidan a sus hijos que regresen a almorzar a sus hogares y, si no lo hacen, que por lo menos que se comporten civilizadamente cuando estén en la calle? En los establecimientos educativos tendrían que reforzar ese concepto. Si esto se cumpliera, no sería necesario que un efectivo le diga a un adolescente que está mal interrumpir el paso u orinar en las veredas, que no se puede escupir o insultar a otro porque viste un uniforme distinto y que no está bien pelearse en la vía pública.

Las autoridades de la UNT y del Ministerio de Educación de la provincia también quedaron en evidencia. Con las declaraciones de rigor intentaron quitarse un peso de encima sin pensar que una dolorosa verdad saldría a la luz. La pelea donde murió Matías no fue aislada. Fue el epílogo de unos 10 días complicados con dos incidentes que no fueron denunciados en la Policía. ¿Estaban al tanto los responsables del Gymnasium de lo acontecido durante su semana? Si fue así, ¿por qué no actuaron antes? Y si no fue así, ¿por qué los chicos o los adultos (directivos, docentes o padres que deben vigilarlos) no lo dijeron?

La semana de ese establecimiento no es una más: es la que inaugura los festejos de todos los colegios. Por supuesto que la fila de los que piden que se las suspenda es cada vez más larga. Prohibirlas será un error. Es la manera más simple de no hacerse cargo del problema. El ministro de Educación Juan Pablo Lichtmajer, “gymna” de pura cepa, deberá navegar en aguas turbulentas por este tema. El colega Federico Türpe, en una charla informal, dijo que ahora el ministro deberá cumplir un papel similar al de cualquier presidente de la AFA que busca frenar la violencia en los estadios.

No es una tarea sencilla por la simple razón de que no hay soluciones mágicas. Sí se debe trabajar mucho. Familias, educadores y Estados deben jugar para el mismo equipo. Poner límites. Ser firmes con aquellos que violan las normas más elementales de convivencia. Aquí no hay medias tintas. El futuro de nuestra sociedad está en la formación de esos jóvenes.

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