Imperio de la ley vs. fraude a la ley

11 Noviembre 2022

Álvaro José Aurane

Para La Gaceta

Nadie tiene más poder que aquel que la ley le otorga. Así puede definirse un principio gradualmente perfeccionado a lo largo del progreso de Occidente: el imperio de la ley.

Este es el cimiento inconmovible que el oficialismo nacional intenta poner en crisis en las últimas horas con su amenaza (reiterada y agravada) de que no va a cumplir con una sentencia dictada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación respecto de ese botín obsesivamente codiciado por el kirchnerismo: el Consejo de la Magistratura de la Nación. Un órgano que en sí mismo constituye un umbral de institucionalidad, a partir de su triple función: proponer, sancionar y destituir miembros del Poder Judicial. Es una puerta al cielo para la calidad de la forma de gobierno de la Argentina. O la escotilla hacia el infierno de la impunidad consagrada.

El imperio de la ley es un principio fundacional para la democracia moderna: se opone a la pretensión de poder ilimitado del monarca absoluto (“El Estado soy yo”, de Luis XIV). Y es fundacional para la república, que se ocupa de separar las funciones de los poderes del Estado y, con ello, de fijar los contrapesos que deben ejercer. En términos de la Constitución Nacional:

Artículo 29.- El Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna. Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable, y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria.

La amenaza “K” de no cumplir con la manda judicial repercute en esos dos niveles en los que los argentinos han fundado su Estado Constitucional de Derecho.

La república

Nadie tiene más poder que aquel que la ley le otorga. ¿Pero cuánto es el poder otorgado? Quien lo interpreta es el Poder Judicial. Y la Corte es el último exégeta. Esa interpretación de las normas inició, hace 11 meses, la cuenta regresiva hacia un conflicto de poderes.

El 16 de diciembre de 2021, el máximo estrado declaró inconstitucional la ley que redujo el Consejo de la Magistratura a 13 miembros en 2006, cuando Néstor Kirchner era Presidente y Cristina Fernández era senadora.

Consecuentemente, se retornó a la composición original de 20 miembros, pautada por la Ley 24.937, sancionada en 1997. Ese año, Cristina estuvo en las dos cámaras: dejó el Senado para asumir en Diputados. Esa norma, nuevamente en vigencia, respeta el pluralismo que la Carta Magna determina para conformar aquel organismo. Dice el artículo 114 de la Carta Magna: “El Consejo será integrado periódicamente de modo que se procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultantes de la elección popular, de los jueces de todas las instancias y de los abogados de la matrícula federal. Será integrado, asimismo, por otras personas del ámbito académico y científico, en el número y la forma que indique la ley”.

¿Cuál es la “forma” que indica la ley? Respecto de los representantes del Congreso, la Ley 24.937 es clara en su artículo 2, inciso 3°: “Ocho legisladores. A tal efecto los presidentes de la Cámara de Senadores y de Diputados, a propuesta de los respectivos bloques, designarán cuatro legisladores por cada una de ellas, correspondiendo dos al bloque con mayor representación legislativa, uno por la primera minoría y uno por la segunda minoría”.

Cuando el Consejo de la Magistratura funcionaba con 13 miembros (Ley 26.080), cada Cámara del Congreso sentaba tres miembros: dos por la mayoría y uno por la primera minoría. Ahora que se volvía al esquema de 20 miembros de la Ley 24.937, la Cámara Alta y la Cámara Baja debía designar un cuarto consejero, correspondiente a la segunda minoría.

El fallo del 16 de diciembre le dio 120 días de plazo al Congreso para nombrar los consejeros faltantes. Y durante esos cuatro meses, la composición de las bancadas en la Cámara Alta fue de 35 miembros en el bloque del Frente de Todos (mayoría), 18 integrantes en el bloque de la UCR (primera minoría) y nueve en el bloque del Frente PRO (segunda minoría). En este contexto, el 13 de abril el PRO eligió al cordobés Luis Juez como cuarto consejero titular (y a Humberto Schiavoni como suplente) y le solicitó a Cristina Kirchner que los designe.

El pedido no obtuvo respuesta y cinco días después, el 18 de abril, la bancada del Frente de Todos resolvió dividirse en dos: el bloque Frente Nacional y Popular, con 24 senadores, y el bloque Unidad Ciudadana, con 14 senadores. El 20 de abril, la Presidenta del Senado, con el decreto parlamentario DPP N° 33/22, y a propuesta del novel bloque Unidad Ciudadana, designó a Luis Doñate y Guillermo Snopek como titular y suplente para integrar el Consejo de la Magistratura. Es decir, Cristina reconoció a la bancada recién nacida de las entrañas “K” como la legítima segunda minoría del Senado de la Nación.

Juez y Schiavoni acudieron a la Justicia. Y la respuesta de la Corte Suprema fue tajante y contundente. El alto tribunal la Corte declaró que la partición del bloque del Frente de Todos “resultaba inoponible” a los fines de la conformación del Consejo de la Magistratura.

Según los vocales Horacio Rosatti, Carlos Rosenkrantz y Juan Carlos Maqueda, “resulta indiscutido que al momento de la notificación de la sentencia del 16 de diciembre” (la que vuelve a la composición de 20 miembros del Consejo de la Magistratura), “la segunda minoría a los efectos de la conformación del Consejo de la Magistratura era el Frente PRO”. Reprochó, además, que la acción del oficialismo en el Senado había vulnerado “el principio de buena fe”.

Léase, la maniobra de partir en dos la bancada oficialista en vísperas de designar un consejero, para crear un bloque ficcional que hiciera que el kirchnerismo se quedase con tres de los cuatro consejeros, representa un caso paradigmático de fraude a la ley. Una maniobra que, en sus formas, es lícita, pero que en su esencia consigue todo lo contrario a lo que la ley pretende.

“La realización de acciones que, con apariencia de legalidad, procuran la instrumentación de un artificio o artimaña para simular un hecho falso o disimular uno verdadero con ánimo de obtener un rédito o beneficio ilegítimo, recibe un enfático reproche en múltiples normas del ordenamiento jurídico argentino”, remarcó el tribunal.

“El ardid o la manipulación procuran lesionar la exigencia de representación política (en este caso, con relación a las minorías), aspecto de suma trascendencia para la forma de gobierno representativa”, consagrada por la Constitución, sentenciaron los jueces supremos. “Los tres poderes del Estado deben ajustar su conducta a la Constitución y evitar un ejercicio abusivo de sus atribuciones constitucionales de manera que los principios democráticos y republicanos que le dan sentido a nuestro orden constitucional no resulten socavados”, subrayaron.

La democracia

La certeza de que el imperio de la ley es constitutivo de una democracia consumada es de manual. Por caso, del “Nuevo curso de ciencia política”, de Gianfranco Pasquino. En el capítulo XI, “Los regímenes democráticos”, el autor diferencia “teoría y realidad” de la democracia. Luego, respecto de las democracias que se verifican en los hechos, y distingue dos grupos.

Por un lado, aborda las democracias liberales (como la que consagra la Constitución argentina) y postula cinco requisitos: 1) Los derechos civiles y políticos son reconocidos y tutelados. 2) Se afirmó y es respetado el imperio de la ley. 3) La magistratura es independiente. 4) Se desarrolló una sociedad pluralista y vivaz con medios de comunicación no sujetos a control gubernamental. 5) Los civiles ejercen el control sobre los militares.

Es decir, la democracia liberal funciona como un sistema. Si falla uno de sus elementos, se vuelve insustancial y deviene cáscara vacía. Es decir, se torna una democracia formal, en lugar de una democracia sustantiva. La Argentina lo sabe en carne propia. Cuando los militares ejercieron el control sobre los ciudadanos, los derechos civiles y políticos fueron clausurados. Sin libertad de expresión, la opinión pública (la opinión sobre los asuntos públicos) deja de estar informada y la democracia deficita en su condición de gobierno de los consensos. Sin jueces independientes la Justicia deviene instrumento de la política. Sin imperio de la ley no hay república. Sin república no puede haber democracia. Al menos no una democracia plena.

Por otro lado, justamente, Pasquino distingue de la democracia liberal otro régimen: la democracia meramente electoral. “En efecto, se vota, pero uno o más de los principios arriba mencionados no son respetados y con frecuencia son violados”, asevera inequívocamente.

Conclusión

A la cuenta regresiva le quedan escasos siete días. La renovación de miembros del Consejo de la Magistratura debe darse el próximo 18.

Hasta entonces, lo que estará en discusión no es a quién le corresponde la cuarta banca del Senado, ni tampoco si el funcionamiento interno del Congreso es un asunto justiciable. El debate real es cuál será el marco que reglará el modo de vida de los argentinos en sociedad. Si regirá el imperio de la ley o si el fraude a la ley será el nuevo paradigma del Estado.

Comentarios