Carlos Páez de la Torre (h), el periodista con un trazo que permanece latente

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EN LA REDACCIÓN DEL DIARIO. Concentrado con su texto, escribiendo en una inolvidable máquina Olivetti. EN LA REDACCIÓN DEL DIARIO. Concentrado con su texto, escribiendo en una inolvidable máquina Olivetti.

El gurú del periodismo hispanoamericano, Miguel Ángel Bastenier, solía repetir que el futuro de un cronista dependía de sus lecturas y conocimiento del mundo, y de una cuota de suerte: el haber recibido, en los años decisivos, la guía y las enseñanzas de un maestro en la redacción-escuela. Había algo más. Ese vínculo debía forjarse al calor del oficio, mientras se practicaba la habilidad de contar lo que pasa -y, eventualmente, de por qué pasa lo que pasa-, sin que discípulos y mentores fueran conscientes del hilo que los reunía. Debía tratarse de una fusión natural entre el ímpetu y las energías juveniles, y las canas, las heridas y los galones que configuran la experiencia. Bastenier decía que esta relación entre principiantes y fogueados no sólo suavizaba los golpes para los primeros y la veteranía para los segundos, sino que también cumplía la función de mantener encendida la llama - sagrada- del periodismo. Carlos Páez de la Torre (h) fue esa clase de maestro.

Que se muriera en los inicios de la pandemia, justo cuando, por el virus, no quedaba nadie en la sala de LA GACETA, resultó el toque triunfal para la elegancia que lo distinguía. Carlos no toleraba la cursilería. Era un trabajador irredento a quien ningún logro ni premio había logrado satisfacer ni jubilar. El calor, el frío, la humedad, la edad o la frustración ante una sociedad empeñada en vivir de espaldas a la evidencia, que a la mayoría echaba hacia atrás, para él constituían irrelevancias. Puntual, y a menos que Tafí del Valle o la Academia porteña lo llamaran, llegaba a su oficina del Archivo para entregarse al periodismo profesional y a la investigación histórica. A la mediocridad que aborrecía (casi tanto como al sentimentalismo) la combatía con estudio, curiosidad, libros e inagotable placer por la revelación de los detalles. Él juzgaba fundamental lo que para muchos era baladí y viceversa. Por ejemplo, la representación precisa del rostro de José de San Martín, Libertador cuya efigie, paradojas de la patria, había sido reproducida con tanto descuido.

Esa obstinación por seguir adelante pese a una coyuntura cultural hostil, y por cultivar una personalidad y un espíritu por fuera de los cánones hizo de Carlos una leyenda. Sólo quienes no lo conocieron de primera mano ni disfrutaron de sus consejos, aportes y anécdotas pueden colocarlo en una torre de marfil o reducirlo a una excentricidad. Si percibía en otros avidez por saber, sin importar las diferencias de jerarquías y de trayectorias, les abría de par en par las puertas de su biblioteca y les brindaba su amistad, que para él eran movimientos sinonímicos y equivalentes.

La vida consagrada a la producción intelectual en LA GACETA había otorgado a Carlos el derecho a dedicarse a los pliegues de la historia que lo fascinaban. Casi podría decirse que vivía en un estado de subyugación y encantamiento. Tomar un café una mañana cualquiera con él y su escudero de los últimos tiempos, el artista Sebastián Rosso, implicaba sumergirse en un baño de motivación salpimentado con infaltables estocadas de ironía y de humor. Su energía contagiaba el deseo de ir siempre más allá en la búsqueda de excelencia. Quizá él desconociera el efecto aleccionador que ejercía con su contacto o tal vez simulara no darse cuenta. Mientras tanto, iba entregando a sus héroes: Paul Groussac, Juan B. Terán, Juan Heller, Ernesto Padilla y los otros grandes de la Generación del 80.

Bastaba escucharlo un momento para encontrar sentido al anhelo de trascendencia, y recordar que otro Tucumán había existido y que un Tucumán mejor era posible. Carlos fue ese tipo de maestro que, como ilustraba Bastenier, enseñaba con el ejemplo y la memoria.

Era un periodista distinto, que inventó un género con sus “apenas ayer”. Por eso mismo su trazo permanece, aunque se hayan secado los cartuchos de tinta de las plumas que llevaba afanosamente en el bolsillo.

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