Carlos Páez de la Torre (h), radiografía de un periodista

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FOTO DE OSCAR FERRONATO FOTO DE OSCAR FERRONATO

Cuando entré por primera vez a la Redacción sentí que estaba en un lugar indebido. Escribía con las dos manos sobre el teclado pero no tenía título, así que salí corriendo hacia la Pitman que estaba a dos cuadras por ese entonces. Los demás colegas del diario se reían. Algunos, los más osados, me acompañaron hasta un escritorio donde estaba Carlos Páez de la Torre (h) sacando la lengua y escribiendo a una velocidad inusitada. Le bastaba un solo dedo que se deslizaba por las duras teclas de las Lexicon 80 como si fuera una bailarina de ballet. De ese dedo salían libros y libros.

Era tal su concentración que ni hola dijo. O tal vez ni le importaba.

Carlos había tenido un viaje en avión que mejor olvidar. Pero en su calidad de historiador lo recordó siempre. Así que sus viajes largos los hacía en ómnibus. Esas horas tediosas y aburridas para cualquiera se convertían en fuentes de energía para cargar pilas y para leer libros eternos que quedaban guardados en su privilegiada cabeza.

A Carlos se le escapaban las palabras. Pero todas se escapaban ordenadamente. Construían anécdotas interminables. Algunas duraban toda la noche. Entretenían, enseñaban, abrían caminos. Hasta las más duras y truculentas tenían guardada una carcajada. Carlos era solidario. Compartía su sabiduría y después su dedo la convertía en letras de plomo y tinta.

En ese torrente de cuentos que iban y venían, que navegaban en cafés o en güisquis y siempre se abrumaban por el humo de algún cigarrillo, era difícil meter un bocado. A veces cuando volvía de la madrugada sentía que habíamos sido la claque del hombre sabio. Cuán equivocado estaba. Al otro día se acercaba a mi escritorio en LA GACETA y dejaba una nota escrita sobre algo que le habíamos preguntado o consultado la noche anterior. Y si el desvelo no le había permitido escribir una crónica te tiraba un puñado de ideas para resolver el problema de la noche anterior. Es que Carlos hablaba, pero también escuchaba.

Carlos además tenía amigos. Los hacía rápido. Una noche le bastaba. A veces llegaba a la Redacción con cara de preocupado -al menos con el ceño fruncido- y empezaba a preguntar por qué tal o cual persona había salido maltrecha en alguna crónica. Vos le explicabas con detalle y se iba sin decirte nada. Sin un pedido. Carlos era amigo, pero también periodista.

Un día caminaba hacia el fondo del interminable pasillo que separa la Redacción con los baños y de una de las salitas salía humo. Casi en la oscuridad, estaba Carlos con una prueba de página, un lápiz y obviamente, un cigarrillo. “¿Qué hacés Carlos?”, me animé a decir sacándolo de su romance con el texto. No sé si le hablaba bajito y cariñosamente o si sólo releía. Al fin y al cabo era lo mismo. Buscaba que esa nota que había escrito minutos antes le devolviera toda la pasión que él había puesto. No iba a tolerar una palabra de más ni mal dicha. “Me estoy corrigiendo”, respondió. Carlos era impiadoso con él mismo.

Y una tarde cuando ya la muerte lo estaba llamando se acercó y me dio unos pantalones que ya no iba a usar. “Guardalos, seguro te van a servir”. Carlos, en tantas jornadas compartidas, me había enseñado la importancia de preguntar, de escuchar, de leer y de escribir, de chequear y de releer sin abandonar nunca la curiosidad. Sólo faltaba ponerme los pantalones de periodista.

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